

La ascendente banda belga estuvo en Buenos Aires el miércoles 26 de febrero de 2020. Amenra estuvo, obviamente para tocar en vivo, pero no “pasó” por Buenos Aires: habitó el tiempo y espacio locales, compartió la vivencia de comunión con sus seguidores. Se generó una experiencia estética y humana difícil de expresar verbalmente.
Todo comenzó con dos bandas locales: Altar y Hoguera (puede haber sido casualidad, pero los nombres combinan entre sí y con las cualidades del evento). Altar toca un sludge muy similar a Eyehategod. La propuesta de Hoguera va más en la línea de un stoner rock un tanto exótico en el contexto general. Siempre es difícil la selección de las bandas soporte, en especial cuando la que encabeza es tan particular en cuanto a la estética sonora, visual y conceptual que expone. Muchas veces no queda claro el criterio con el cual se convoca a las bandas: probablemente no sea artístico en términos de coherencia global. Psicósfera y Luciferica, por ejemplo, se hubieran integrado mucho mejor.
Amenra inició la misa con “Boden-Spijt”. Toda la banda, excepto el baterista, estaba de espaldas al público. Colin H. Van Eeckhout arrodillado, tocando unas claves, a las que luego se suman el baterista, y el sonido increscendo de la guitarra y el bajo. Un comienzo netamente litúrgico de un tema que luego impacta y conmueve con su potencia.
Inaugurado el viaje, siguieron “Plus Pres De Toi”, “Razoreater”, “Thurifer” y quizá el punto más alto de la noche: “A Solitary Reign”, uno de los más temas más “pregnantes” de la banda y con un videoclip extraordinario. Fue el momento en el que la satisfacción de la audiencia se hizo más notoria en la forma de exclamaciones y gritos.
Luego siguieron “Nowena” y “Am Kreuz”, hasta que llegó el final con “Diaken”, una canción muy extensa que recorre diversos climas y genera demasiadas emociones. No es un cierre casual.
Se podría decir que los temas son largos, pero, en verdad, hacen que se pierda la dimensión temporal. Ningún integrante de la banda emite una palabra dirigida al público durante el concierto que no sean las letras de las canciones. No hay presentaciones, ni bises. El vocalista canta mostrando su espalda tatuada, para sólo darse vuelta ocasionalmente. Los movimientos de contorsionista le dan un tinte aún más doloroso a su clamor. Cada miembro del grupo se sacude violentamente o reposa con la música.
De fondo se proyectaba una filmación en blanco y negro que remitía a esa imaginería mística y ocultista que caracteriza a la banda, aún posicionada en el agnosticismo y existencialismo. Sin lugar a dudas forma parte integral de su poética. Amenra hizo vibrar cuerpos, mentes y almas.
Algo digno de destacar es que, más allá de la puesta en escena, los músicos se movían cómodamente entre la gente, antes y después del recital. Después del concierto, se sacaron fotos con sus seguidores, firmaron discos, conversaron y agradecieron a cada cual que hubiera asistido al ritual. Más aún, se fueron a un bar cercano y tomaron varias cervezas con la gente, demostrando una humildad poco frecuente y una calidez que contrasta con el semblante sobre el escenario. Es que, en un punto, de eso se trata, de bajarse del púlpito para vivir como uno más, porque antes que artistas son personas, y sin público su arte no saldría del encierro doméstico. Fue un concierto impresionante en todo sentido, algo memorable para todos los presentes.


La ascendente banda belga estuvo en Buenos Aires el miércoles 26 de febrero de 2020. Amenra estuvo, obviamente para tocar en vivo, pero no “pasó” por Buenos Aires: habitó el tiempo y espacio locales, compartió la vivencia de comunión con sus seguidores. Se generó una experiencia estética y humana difícil de expresar verbalmente.
Todo comenzó con dos bandas locales: Altar y Hoguera (puede haber sido casualidad, pero los nombres combinan entre sí y con las cualidades del evento). Altar toca un sludge muy similar a Eyehategod. La propuesta de Hoguera va más en la línea de un stoner rock un tanto exótico en el contexto general. Siempre es difícil la selección de las bandas soporte, en especial cuando la que encabeza es tan particular en cuanto a la estética sonora, visual y conceptual que expone. Muchas veces no queda claro el criterio con el cual se convoca a las bandas: probablemente no sea artístico en términos de coherencia global. Psicósfera y Luciferica, por ejemplo, se hubieran integrado mucho mejor.
Amenra inició la misa con “Boden-Spijt”. Toda la banda, excepto el baterista, estaba de espaldas al público. Colin H. Van Eeckhout arrodillado, tocando unas claves, a las que luego se suman el baterista, y el sonido increscendo de la guitarra y el bajo. Un comienzo netamente litúrgico de un tema que luego impacta y conmueve con su potencia.
Inaugurado el viaje, siguieron “Plus Pres De Toi”, “Razoreater”, “Thurifer” y quizá el punto más alto de la noche: “A Solitary Reign”, uno de los más temas más “pregnantes” de la banda y con un videoclip extraordinario. Fue el momento en el que la satisfacción de la audiencia se hizo más notoria en la forma de exclamaciones y gritos.
Luego siguieron “Nowena” y “Am Kreuz”, hasta que llegó el final con “Diaken”, una canción muy extensa que recorre diversos climas y genera demasiadas emociones. No es un cierre casual.
Se podría decir que los temas son largos, pero, en verdad, hacen que se pierda la dimensión temporal. Ningún integrante de la banda emite una palabra dirigida al público durante el concierto que no sean las letras de las canciones. No hay presentaciones, ni bises. El vocalista canta mostrando su espalda tatuada, para sólo darse vuelta ocasionalmente. Los movimientos de contorsionista le dan un tinte aún más doloroso a su clamor. Cada miembro del grupo se sacude violentamente o reposa con la música.
De fondo se proyectaba una filmación en blanco y negro que remitía a esa imaginería mística y ocultista que caracteriza a la banda, aún posicionada en el agnosticismo y existencialismo. Sin lugar a dudas forma parte integral de su poética. Amenra hizo vibrar cuerpos, mentes y almas.
Algo digno de destacar es que, más allá de la puesta en escena, los músicos se movían cómodamente entre la gente, antes y después del recital. Después del concierto, se sacaron fotos con sus seguidores, firmaron discos, conversaron y agradecieron a cada cual que hubiera asistido al ritual. Más aún, se fueron a un bar cercano y tomaron varias cervezas con la gente, demostrando una humildad poco frecuente y una calidez que contrasta con el semblante sobre el escenario. Es que, en un punto, de eso se trata, de bajarse del púlpito para vivir como uno más, porque antes que artistas son personas, y sin público su arte no saldría del encierro doméstico. Fue un concierto impresionante en todo sentido, algo memorable para todos los presentes.