

El rugido de las guitarras se confundía con el estruendo del público, como si fueran los latidos del mismo corazón. En la Sala Wolf, Barcelona, bajo un dosel de nostalgia, La H No Murió iniciaba su primera gira española. ¿Quién dijo que los muertos no podían resucitar? Con dos de los forjadores originales de Hermética, Antonio “Tano” Romano y Claudio O’Connor, este era más que un simple concierto; era una resurrección, una comunión con el pasado que resonaba como un eco en el presente. Y como si el destino tuviera un sabor agridulce, el telón lo alzaba Crash Bones, una banda local que, si bien ofreció su set homogéneo, no podía evitar ser eclipsada por la imponente sombra de los titanes que estaban por venir.
En el engranaje de la noche, Crash Bones hizo vibrar la sala con un fervor singular. Pero su momento estelar, ese momento cutre que resonaría en los anales del tiempo, llegó con “Dr. Feelgood”. No por la maestría musical, sino por el inusitado ritual de la botella de Jack Daniels y la GoPro, como si la decadencia se grabara en alta definición para la posteridad. Un interludio peculiar, pero apenas un guiño fugaz en comparación con lo que estaba por desplegarse.
Y entonces, como un rayo de nostalgia, La H No Murió se alzó en el escenario. Con la introducción de “Tano Solo”, el aire se cargó de electricidad, como si los fantasmas del pasado bailaran en el presente. Desde las entrañas de Malón hasta los susurros de Hermética, cada acorde, cada letra, resonaba como un mantra de rebelión y redención. “Castigador por Herencia” y “Síntoma de la Infección”, sellos de una era dorada del metal, trascendieron el tiempo, recordándonos que la música, como el alma, es eterna.
Y en medio del fragor, Javier, el portador del ritmo, coqueteaba con los dioses del metal. Los tambores resonaban como un tributo, un homenaje a los maestros de antaño, desde Judas Priest hasta Van Halen, en un solo que trascendía las fronteras del tiempo y el espacio.
Pero no fue solo la nostalgia lo que llenó el aire, fue la bravura, la pasión, la rabia contenida en cada acorde, en cada grito. Desde “Atravesando Todo Límite” hasta “Ayer Deseo, Hoy Realidad”, cada canción era un viaje, un peregrinaje a través del laberinto del alma humana. El cráneo candente, la vida impersonal, la memoria de siglos resonaban como profecías, como verdades inquebrantables esculpidas en el metal.
Y así, mientras las luces se desvanecían y los ecos de la última nota se desvanecían en el aire, uno no podía evitar sentir que, aunque La H había muerto, su espíritu, su esencia, seguía viva, ardiendo en el corazón de cada alma presente en esa sala. Porque mientras la música siga resonando, mientras los corazones sigan latiendo al ritmo de la rebelión, La H nunca morirá.



El rugido de las guitarras se confundía con el estruendo del público, como si fueran los latidos del mismo corazón. En la Sala Wolf, Barcelona, bajo un dosel de nostalgia, La H No Murió iniciaba su primera gira española. ¿Quién dijo que los muertos no podían resucitar? Con dos de los forjadores originales de Hermética, Antonio “Tano” Romano y Claudio O’Connor, este era más que un simple concierto; era una resurrección, una comunión con el pasado que resonaba como un eco en el presente. Y como si el destino tuviera un sabor agridulce, el telón lo alzaba Crash Bones, una banda local que, si bien ofreció su set homogéneo, no podía evitar ser eclipsada por la imponente sombra de los titanes que estaban por venir.
En el engranaje de la noche, Crash Bones hizo vibrar la sala con un fervor singular. Pero su momento estelar, ese momento cutre que resonaría en los anales del tiempo, llegó con “Dr. Feelgood”. No por la maestría musical, sino por el inusitado ritual de la botella de Jack Daniels y la GoPro, como si la decadencia se grabara en alta definición para la posteridad. Un interludio peculiar, pero apenas un guiño fugaz en comparación con lo que estaba por desplegarse.
Y entonces, como un rayo de nostalgia, La H No Murió se alzó en el escenario. Con la introducción de “Tano Solo”, el aire se cargó de electricidad, como si los fantasmas del pasado bailaran en el presente. Desde las entrañas de Malón hasta los susurros de Hermética, cada acorde, cada letra, resonaba como un mantra de rebelión y redención. “Castigador por Herencia” y “Síntoma de la Infección”, sellos de una era dorada del metal, trascendieron el tiempo, recordándonos que la música, como el alma, es eterna.
Y en medio del fragor, Javier, el portador del ritmo, coqueteaba con los dioses del metal. Los tambores resonaban como un tributo, un homenaje a los maestros de antaño, desde Judas Priest hasta Van Halen, en un solo que trascendía las fronteras del tiempo y el espacio.
Pero no fue solo la nostalgia lo que llenó el aire, fue la bravura, la pasión, la rabia contenida en cada acorde, en cada grito. Desde “Atravesando Todo Límite” hasta “Ayer Deseo, Hoy Realidad”, cada canción era un viaje, un peregrinaje a través del laberinto del alma humana. El cráneo candente, la vida impersonal, la memoria de siglos resonaban como profecías, como verdades inquebrantables esculpidas en el metal.
Y así, mientras las luces se desvanecían y los ecos de la última nota se desvanecían en el aire, uno no podía evitar sentir que, aunque La H había muerto, su espíritu, su esencia, seguía viva, ardiendo en el corazón de cada alma presente en esa sala. Porque mientras la música siga resonando, mientras los corazones sigan latiendo al ritmo de la rebelión, La H nunca morirá.
