


El pasado sábado, la Sala Apolo de Barcelona se convirtió en el epicentro de una doble invocación sonora. La velada unió dos visiones complementarias del post-rock y el metal atmosférico: la crudeza política de Bruit ≤ y la espiritualidad luminosa de Alcest. En un mundo saturado de ruido digital, ambas bandas ofrecieron una experiencia de comunión y catarsis, un viaje desde el colapso industrial hasta la trascendencia astral.
El cuarteto francés Bruit ≤ abrió la noche con una descarga de post-rock orquestal que osciló entre la precisión matemática y la furia emocional. Sobre un escenario austero, su sonido se desplegó como una maquinaria viva: cuerdas, percusión y ruido blanco entretejidos con disciplina quirúrgica. Desde los primeros acordes de “Ephemeral”, la tensión creció hasta convertirse en una masa vibrante de energía contenida, un enfrentamiento entre lo orgánico y lo mecánico.
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Piezas como “Progress / Regress” y “Industry” revelaron su naturaleza más conceptual: una crítica a la lógica capitalista y al ruido tecnológico del presente. Las capas de distorsión y los ritmos obsesivos de Julien Aoufi construyeron un paisaje sonoro de caos controlado. El clímax llegó con “The Machine Is Burning”, un colapso sonoro que dejó a la sala suspendida entre la devastación y el silencio. Bruit ≤ no fue solo una banda telonera; fue un manifiesto.
Con la Apolo sumida en penumbra, el escenario se transformó para recibir a Alcest. La atmósfera cambió de lo terrenal a lo etéreo: luces azules, humo denso, un murmullo reverente. El cuarteto francés presentó su nueva era, Les Chants de L’Aurore, como una liturgia de sonido y emoción. Neige apareció sereno, casi espectral, y su voz —un suspiro convertido en grito— abrió un portal a un mundo intermedio entre sueño y desgarro.
El viaje comenzó con “Komorebi”, un resplandor contenido que preparó el terreno para la intensidad emocional de “L’Envol”. Las guitarras se expandieron como olas de luz, y la sala se dejó arrastrar hacia un trance colectivo. En “Améthyste” y “Protection”, el grupo exploró la textura y el espacio, con un equilibrio preciso entre calma introspectiva y tensión eléctrica. La ejecución fue impecable, pero lo que predominó fue la emoción.
La banda alcanzó su punto de incandescencia con “Écailles de lune – Part 2”, donde el black metal oculto bajo la piel del shoegaze emergió con una furia casi física. Winterhalter desató una tormenta desde la batería, mientras Neige y Zero tejían una muralla melódica que oscilaba entre lo sublime y lo brutal. “Le miroir” y “Flamme jumelle” aportaron el contrapunto emocional: el temblor íntimo después del cataclismo.
El cierre del set principal llegó con “Kodama”, una comunión entre riffs feroces y coros etéreos que convirtió a la Apolo en una catedral sonora. El público, hipnotizado, respondió como un solo cuerpo. Nadie quería que terminara. El encore fue un descenso suave: “Eclosion” devolvió lentamente la conciencia, y “Autre temps”, de Les voyages de l’âme (2012), actuó como un bálsamo final, un recordatorio de que la belleza puede ser también melancolía.
A las 22:32, Alcest se retiró entre aplausos y un silencio reverente. En el aire quedó algo más que eco: una vibración colectiva, una resonancia que seguía latiendo dentro de cada asistente. Durante casi dos horas, la música había operado como un rito de transformación. Después de Bruit ≤ y Alcest, el mundo sonaba distinto: más frágil, más humano, más luminoso.



El pasado sábado, la Sala Apolo de Barcelona se convirtió en el epicentro de una doble invocación sonora. La velada unió dos visiones complementarias del post-rock y el metal atmosférico: la crudeza política de Bruit ≤ y la espiritualidad luminosa de Alcest. En un mundo saturado de ruido digital, ambas bandas ofrecieron una experiencia de comunión y catarsis, un viaje desde el colapso industrial hasta la trascendencia astral.
El cuarteto francés Bruit ≤ abrió la noche con una descarga de post-rock orquestal que osciló entre la precisión matemática y la furia emocional. Sobre un escenario austero, su sonido se desplegó como una maquinaria viva: cuerdas, percusión y ruido blanco entretejidos con disciplina quirúrgica. Desde los primeros acordes de “Ephemeral”, la tensión creció hasta convertirse en una masa vibrante de energía contenida, un enfrentamiento entre lo orgánico y lo mecánico.
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Con la Apolo sumida en penumbra, el escenario se transformó para recibir a Alcest. La atmósfera cambió de lo terrenal a lo etéreo: luces azules, humo denso, un murmullo reverente. El cuarteto francés presentó su nueva era, Les Chants de L’Aurore, como una liturgia de sonido y emoción. Neige apareció sereno, casi espectral, y su voz —un suspiro convertido en grito— abrió un portal a un mundo intermedio entre sueño y desgarro.
El viaje comenzó con “Komorebi”, un resplandor contenido que preparó el terreno para la intensidad emocional de “L’Envol”. Las guitarras se expandieron como olas de luz, y la sala se dejó arrastrar hacia un trance colectivo. En “Améthyste” y “Protection”, el grupo exploró la textura y el espacio, con un equilibrio preciso entre calma introspectiva y tensión eléctrica. La ejecución fue impecable, pero lo que predominó fue la emoción.
La banda alcanzó su punto de incandescencia con “Écailles de lune – Part 2”, donde el black metal oculto bajo la piel del shoegaze emergió con una furia casi física. Winterhalter desató una tormenta desde la batería, mientras Neige y Zero tejían una muralla melódica que oscilaba entre lo sublime y lo brutal. “Le miroir” y “Flamme jumelle” aportaron el contrapunto emocional: el temblor íntimo después del cataclismo.
El cierre del set principal llegó con “Kodama”, una comunión entre riffs feroces y coros etéreos que convirtió a la Apolo en una catedral sonora. El público, hipnotizado, respondió como un solo cuerpo. Nadie quería que terminara. El encore fue un descenso suave: “Eclosion” devolvió lentamente la conciencia, y “Autre temps”, de Les voyages de l’âme (2012), actuó como un bálsamo final, un recordatorio de que la belleza puede ser también melancolía.
A las 22:32, Alcest se retiró entre aplausos y un silencio reverente. En el aire quedó algo más que eco: una vibración colectiva, una resonancia que seguía latiendo dentro de cada asistente. Durante casi dos horas, la música había operado como un rito de transformación. Después de Bruit ≤ y Alcest, el mundo sonaba distinto: más frágil, más humano, más luminoso.








