

La crónica de hoy empieza una hora antes de la apertura de puertas en un bar al lado de la Barracudas. Cervezas, algún vino, conversaciones sobre bandas a recomendar o grandes bolos del pasado, sonrisas, abrazos, apretones de manos, hasta un cumpleaños con tarta congelada incluida y varias rondas a cuenta del cumpleañero.
Primero llegó Nethervault con sus ritmos lentos y pesados, canciones largas que se desarrollan y evocan pasajes oscuros y profundos. De cuando en cuando, voces directas que te obligan a estremecerte, todo con un fuerte olor a incienso. El altar sagrado, colocado con mimo en un ritual antes del concierto, se compone de un banco con patas de carnero, dos velas negras, un cigarro, una calavera y múltiples palos de incienso, así como dos pequeñas botellitas de líquidos misteriosos. Elaborado con profundo respeto y sentimiento, como en cada directo de la banda, atrajo múltiples miradas, fotos y vídeos.
Carmen, la voz y los dedos danzantes sobre el sintetizador, permaneció como una estatua de concentración, con alguna sonrisa fugaz y movimientos acompasados. David, aferrado a su guitarra, parecía conversar en un idioma inaudible para el resto, más estático que sus compañeros y de semblante serio. Javi, tras la batería, un metrónomo humano, incansable y preciso. Fran, con su bajo como extensión de su alma, era un torbellino de energía contagiosa. Juntos, Nethervault se alzaba como una promesa sonora en plena efervescencia, con un disco acechando al final del año. Tuve el privilegio de presenciarlos en marzo en la Wurli, y esta noche los sentí desatados, dueños de su poderío. La primera nota, primicia de su próximo trabajo, se elevó en un in crescendo escalofriante, golpes de batería que resonaban como campanadas espectrales, para luego mutar, dentro de su tempo denso y arrastrado, hacia ritmos más urgentes, embarrados de distorsión y potencia bruta.
La alianza entre la guitarra y el bajo, afinados en las profundidades, tejía una atmósfera oscura y melancólica, punteada por la letanía hipnótica del sintetizador, riffs repetitivos con una progresión que te atrapaba, todo sostenido por el latido atronador de la batería. Las primeras cabezas comenzaron a cimbrearse, y canción tras canción, la sala se inundó de una energía palpable, cada final de tema celebrado con aplausos y vítores guturales. Las luces estuvieron bien seleccionadas y acompañaron a la perfección la música de la banda, ajustando la cantidad y el color a cada fase de los temas, los más explosivos o los solos de guitarra. El sonido también estuvo muy bien, pudiendo disfrutar de cada instrumento y las dos voces a la perfección. Quedé algo menos contento con el sonido del sintetizador, más lejano, si bien, puede ser por mi posición pegada al escenario. La banda transmite y técnicamente se les nota excelsos, fue un bolo redondo que seguro atrae nuevos seguidores. Espero tener la oportunidad de seguir a la banda en sus directos y fotografiarla de nuevo.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: Pentagram en Buenos Aires: “Viejos son los trapos y siguen rockeando”
Con el cambio oportuno de escenario, todo quedó preparado para el trío Black Pyramid, una banda prominente dentro del género stoner/doom metal, que ha dejado una marca indeleble desde su formación, arrastrando a fieles por donde van. Su habilidad para fusionar riffs pesados y de afinación grave con elementos psicodélicos y progresivos ha esculpido una identidad sonora única que resuena entre los aficionados al metal más denso y evocador. El propio nombre de la banda evoca una sensación de poder y misterio ancestral, temas que a menudo se exploran en su música.
Los músicos, cercanos y desinhibidos, compartieron confidencias con el público entre canciones, incluso con una petición humilde de “algo para fumar“. Andy Beresky (guitarra y voz), Eric Beaudry (bajo) y Andy Kivela (batería) se entregaron en cuerpo y alma, empapados en sudor, tema tras tema, con una actitud encomiable y una precisión implacable. El charco que se formó a los pies de Andy era un testimonio visual de la pasión desbordada. A pesar del calor opresivo de la sala, el concierto fue un trance de principio a fin. La banda nos obsequió con un setlist generoso en clásicos y joyas menos conocidas, incluyendo, por supuesto, cortes de su reciente álbum de 2024, “The Paths of Time Are Vast“. Un trabajo sólido que entrelazaba lo mejor del stoner, el doom y la psicodelia, con riffs monolíticos y una atmósfera inmersiva, perpetuando el sello inconfundible del grupo. Para este cronista, uno de los faros del género en todo el año.
Las luces de la sala siguieron la buena línea y facilitaron el trabajo, dando el toque perfecto al bolo. El sonido también me resultó a gran altura, con una mezcla perfecta entre instrumentos y voces. Para mí fue una noche perfecta con dos mezclas de estilos que combinaron a la perfección. La penumbra mística de Nethervault, capturada en la danza espectral de las velas, cedió paso al torbellino de energía de Black Pyramid, inmortalizado en instantáneas de músicos empapados en sudor y una audiencia en éxtasis. Dos actos, dos atmósferas, unidos por la fuerza innegable de su música y la conexión directa con el público.
Tras charlar un rato con Alex sobre los siguientes bolos y despedirme de Jess, salí a la calle deseando llegar a casa para ver las fotos y rápidamente conectarme los auriculares para escuchar de nuevo a las bandas por el camino… qué gustazo de concierto, cómo llena la música en directo, qué sentimiento más adictivo, a por otro… ¿y tú, cuál es el siguiente?


La crónica de hoy empieza una hora antes de la apertura de puertas en un bar al lado de la Barracudas. Cervezas, algún vino, conversaciones sobre bandas a recomendar o grandes bolos del pasado, sonrisas, abrazos, apretones de manos, hasta un cumpleaños con tarta congelada incluida y varias rondas a cuenta del cumpleañero.
Primero llegó Nethervault con sus ritmos lentos y pesados, canciones largas que se desarrollan y evocan pasajes oscuros y profundos. De cuando en cuando, voces directas que te obligan a estremecerte, todo con un fuerte olor a incienso. El altar sagrado, colocado con mimo en un ritual antes del concierto, se compone de un banco con patas de carnero, dos velas negras, un cigarro, una calavera y múltiples palos de incienso, así como dos pequeñas botellitas de líquidos misteriosos. Elaborado con profundo respeto y sentimiento, como en cada directo de la banda, atrajo múltiples miradas, fotos y vídeos.
Carmen, la voz y los dedos danzantes sobre el sintetizador, permaneció como una estatua de concentración, con alguna sonrisa fugaz y movimientos acompasados. David, aferrado a su guitarra, parecía conversar en un idioma inaudible para el resto, más estático que sus compañeros y de semblante serio. Javi, tras la batería, un metrónomo humano, incansable y preciso. Fran, con su bajo como extensión de su alma, era un torbellino de energía contagiosa. Juntos, Nethervault se alzaba como una promesa sonora en plena efervescencia, con un disco acechando al final del año. Tuve el privilegio de presenciarlos en marzo en la Wurli, y esta noche los sentí desatados, dueños de su poderío. La primera nota, primicia de su próximo trabajo, se elevó en un in crescendo escalofriante, golpes de batería que resonaban como campanadas espectrales, para luego mutar, dentro de su tempo denso y arrastrado, hacia ritmos más urgentes, embarrados de distorsión y potencia bruta.
La alianza entre la guitarra y el bajo, afinados en las profundidades, tejía una atmósfera oscura y melancólica, punteada por la letanía hipnótica del sintetizador, riffs repetitivos con una progresión que te atrapaba, todo sostenido por el latido atronador de la batería. Las primeras cabezas comenzaron a cimbrearse, y canción tras canción, la sala se inundó de una energía palpable, cada final de tema celebrado con aplausos y vítores guturales. Las luces estuvieron bien seleccionadas y acompañaron a la perfección la música de la banda, ajustando la cantidad y el color a cada fase de los temas, los más explosivos o los solos de guitarra. El sonido también estuvo muy bien, pudiendo disfrutar de cada instrumento y las dos voces a la perfección. Quedé algo menos contento con el sonido del sintetizador, más lejano, si bien, puede ser por mi posición pegada al escenario. La banda transmite y técnicamente se les nota excelsos, fue un bolo redondo que seguro atrae nuevos seguidores. Espero tener la oportunidad de seguir a la banda en sus directos y fotografiarla de nuevo.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: Pentagram en Buenos Aires: “Viejos son los trapos y siguen rockeando”
Con el cambio oportuno de escenario, todo quedó preparado para el trío Black Pyramid, una banda prominente dentro del género stoner/doom metal, que ha dejado una marca indeleble desde su formación, arrastrando a fieles por donde van. Su habilidad para fusionar riffs pesados y de afinación grave con elementos psicodélicos y progresivos ha esculpido una identidad sonora única que resuena entre los aficionados al metal más denso y evocador. El propio nombre de la banda evoca una sensación de poder y misterio ancestral, temas que a menudo se exploran en su música.
Los músicos, cercanos y desinhibidos, compartieron confidencias con el público entre canciones, incluso con una petición humilde de “algo para fumar“. Andy Beresky (guitarra y voz), Eric Beaudry (bajo) y Andy Kivela (batería) se entregaron en cuerpo y alma, empapados en sudor, tema tras tema, con una actitud encomiable y una precisión implacable. El charco que se formó a los pies de Andy era un testimonio visual de la pasión desbordada. A pesar del calor opresivo de la sala, el concierto fue un trance de principio a fin. La banda nos obsequió con un setlist generoso en clásicos y joyas menos conocidas, incluyendo, por supuesto, cortes de su reciente álbum de 2024, “The Paths of Time Are Vast“. Un trabajo sólido que entrelazaba lo mejor del stoner, el doom y la psicodelia, con riffs monolíticos y una atmósfera inmersiva, perpetuando el sello inconfundible del grupo. Para este cronista, uno de los faros del género en todo el año.
Las luces de la sala siguieron la buena línea y facilitaron el trabajo, dando el toque perfecto al bolo. El sonido también me resultó a gran altura, con una mezcla perfecta entre instrumentos y voces. Para mí fue una noche perfecta con dos mezclas de estilos que combinaron a la perfección. La penumbra mística de Nethervault, capturada en la danza espectral de las velas, cedió paso al torbellino de energía de Black Pyramid, inmortalizado en instantáneas de músicos empapados en sudor y una audiencia en éxtasis. Dos actos, dos atmósferas, unidos por la fuerza innegable de su música y la conexión directa con el público.
Tras charlar un rato con Alex sobre los siguientes bolos y despedirme de Jess, salí a la calle deseando llegar a casa para ver las fotos y rápidamente conectarme los auriculares para escuchar de nuevo a las bandas por el camino… qué gustazo de concierto, cómo llena la música en directo, qué sentimiento más adictivo, a por otro… ¿y tú, cuál es el siguiente?