
The Arsonist (2025)
SPV/Steamhammer
1. The Arsonist
2. Battle Of Harvest Moon
3. Trigger Discipline
4. The Spirits That I Called
5. Witchhunter
6. Scavenger
7. Gun Without Groom
8. Taphephobia
9. Sane Insanity
10. A.W.T.F.
11. Twilight Void
12. Obliteration Of The Aeons
13. Return To God In Parts
La primera vez que escuché The Arsonist no lo hice en modo crítico, sino como quien prende una mecha y observa qué tan lejos puede llegar la explosión. Porque eso es lo que propone Sodom en su decimoséptimo álbum: fuego, pólvora y legado. Y lo hace sin pedir permiso, ni simular sofisticaciones. Apenas empieza a sonar “The Arsonist”, ese intro instrumental que es apenas un murmullo entre las sombras, uno sabe que está entrando a un territorio peligroso. No hay riffs todavía, pero sí tensión: una especie de exhalación previa al ataque. Y entonces estalla todo. “Battle of Harvest Moon” no da respiro. Un riff que se siente como un obús directo al pecho, una batería que simula metralla y Tom Angelripper vomitando cada palabra como si fuera un parte de guerra escrito con sangre. La letra , inspirada en la guerra de Vietnam, no es un homenaje sino una condena. Todo arde: la selva, el cielo, los cuerpos. Y el oyente también. Es imposible no visualizar el paisaje: un infierno verde bajo una luna llena, donde los disparos y los gritos se mezclan con el retumbar de los graves. Apenas termina, “Trigger Discipline” entra como un cuchillazo en la garganta. Más rápida, más violenta, más sucia. Una canción que remite al Sodom más desquiciado de Persecution Mania, pero con una claridad instrumental que sorprende. El solo entra en espiral, se retuerce, muerde. Y en ese momento, ya estás adentro del disco, no hay vuelta atrás. Todo es agresión. Pero no hay caos gratuito. Hay un orden en esta carnicería.
Llega “The Spirits That I Called” y por un instante, la banda se permite respirar. Pero no por eso baja la intensidad. Frank Blackfire y Yorck Segatz construyen una arquitectura de riffs más amplia, con atmósferas densas, casi litúrgicas. Como si estuvieras dentro de una catedral gótica bombardeada, caminando entre escombros y huesos. La voz de Angelripper se vuelve más ritual, y el estribillo se siente como una invocación. Todo remite a espíritus, a sombras del pasado que todavía caminan entre nosotros. Este tema abre otra dimensión en el disco: la del horror metafísico, la del peso de lo invisible. Y ahí aparece “Witchhunter”. Un puñetazo directo al corazón de los fans. No solo por su riff demoledor, sino por lo que representa. Es un homenaje al fallecido baterista original Christian “Witchhunter” Dudek. Pero no es una canción triste. Es una celebración brutal, como si la banda se propusiera resucitarlo a través de la velocidad. Toni Merkel, en la batería, lo honra a puro golpe, sin adornos, con una crudeza que emociona. Porque en Sodom, la memoria no se llora: se grita. “Scavenger” cae como un martillo. Acá el tempo baja un poco, pero el peso aumenta. El groove que desarrollan es sucio, arrastrado, casi doom en su construcción. Es como un tanque oxidado que avanza entre ruinas. Angelripper escupe palabras como si cada frase fuese una advertencia. Hay algo podrido en el aire, y esta canción lo captura. Es una pausa relativa, una tensión que prepara el terreno para lo que viene.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: Kerry King en Buenos Aires: “Lo viejo funciona”
“Gun Without Groom” y “Sane Insanity” son el uno-dos más punky del disco. Breves, violentos, crudos. Guitarras como sierras eléctricas y baterías que suenan a estampidas. Es el momento más callejero del álbum. La banda suelta el yugo del thrash clásico y se lanza a la yugular con una energía casi adolescente. El mensaje es claro: no importa cuántos años tengan, Sodom sigue siendo una banda peligrosa. Y justo cuando pensás que el disco ya jugó todas sus cartas, llega “Taphephobia”. Terror. Literal. El miedo a ser enterrado vivo. Y el sonido acompaña. El riff principal es casi doom, pero con una tensión interna que nunca explota del todo. Es como estar atrapado bajo tierra, sin aire, escuchando tus propios latidos. La voz de Angelripper suena sofocada, como si realmente estuviera dentro de un ataúd. Es uno de los momentos más “atmosféricos” del álbum (ojo, estamos hablado de Sodom y no de alguna banda que utiliza pasajes atmosfericos como “colchón” en sus canciones), y funciona perfecto como giro dramático.
“A.W.T.F.” entra en escena como un homenaje a Tank y su líder fallecido Algy Ward. El título no lo dice directamente, pero se siente en el espíritu del tema. Más melódico, más estructurado, más narrativo. La banda se permite un momento de reverencia sin perder potencia. Es un gesto que habla de madurez: Sodom no necesita demostrar nada, pero lo hace igual, con clase y con garra. “Twilight Void” es puro miedo. Una pesadilla grabada en cinta de 24 pistas. Voces cavernosas, riffs que reptan y un ritmo que se arrastra como una presencia demoníaca en la oscuridad. Si Slayer hubiera compuesto música para una película de terror gótica, sonaría parecido a esto. La producción ayuda: todo suena orgánico, sin correcciones, sin trucos. Crudo como un corte de cuchillo oxidado.
Y si todavía quedaban fuerzas, “Obliteration of the Aeons” las destruye. Un ataque frontal que no perdona. Es thrash, sí, pero con una intensidad que roza lo death. Las guitarras se entrecruzan como látigos, la batería es un derrumbe y Angelripper directamente ruge. Es como si el mundo se estuviera cayendo a pedazos y Sodom hubiera decidido musicalizarlo. Para el cierre, “Return to God in Parts” no ofrece consuelo. Es un final violento, urgente, donde cada instrumento parece empujar hacia el abismo. El título sugiere un retorno a lo divino, pero por partes. Desmembrado. Es una imagen fuerte, como todo el disco. No hay redención. Solo fuego, polvo y ruina.
Cuando termina el álbum, uno queda en silencio, con la sensación de haber sobrevivido a un ataque. The Arsonist no busca complacer ni reinventar nada. Es un disco de guerra. De fuego. De memoria. Sodom no pretende sonar moderno ni renovado: pretende sonar auténtico. Y lo logra con creces. Grabado en cinta analógica, sin producción artificial, suena tan directo y sucio como una banda de 1989, pero con la precisión quirúrgica de una máquina de matar.

The Arsonist (2025)
SPV/Steamhammer
1. The Arsonist
2. Battle Of Harvest Moon
3. Trigger Discipline
4. The Spirits That I Called
5. Witchhunter
6. Scavenger
7. Gun Without Groom
8. Taphephobia
9. Sane Insanity
10. A.W.T.F.
11. Twilight Void
12. Obliteration Of The Aeons
13. Return To God In Parts
La primera vez que escuché The Arsonist no lo hice en modo crítico, sino como quien prende una mecha y observa qué tan lejos puede llegar la explosión. Porque eso es lo que propone Sodom en su decimoséptimo álbum: fuego, pólvora y legado. Y lo hace sin pedir permiso, ni simular sofisticaciones. Apenas empieza a sonar “The Arsonist”, ese intro instrumental que es apenas un murmullo entre las sombras, uno sabe que está entrando a un territorio peligroso. No hay riffs todavía, pero sí tensión: una especie de exhalación previa al ataque. Y entonces estalla todo. “Battle of Harvest Moon” no da respiro. Un riff que se siente como un obús directo al pecho, una batería que simula metralla y Tom Angelripper vomitando cada palabra como si fuera un parte de guerra escrito con sangre. La letra , inspirada en la guerra de Vietnam, no es un homenaje sino una condena. Todo arde: la selva, el cielo, los cuerpos. Y el oyente también. Es imposible no visualizar el paisaje: un infierno verde bajo una luna llena, donde los disparos y los gritos se mezclan con el retumbar de los graves. Apenas termina, “Trigger Discipline” entra como un cuchillazo en la garganta. Más rápida, más violenta, más sucia. Una canción que remite al Sodom más desquiciado de Persecution Mania, pero con una claridad instrumental que sorprende. El solo entra en espiral, se retuerce, muerde. Y en ese momento, ya estás adentro del disco, no hay vuelta atrás. Todo es agresión. Pero no hay caos gratuito. Hay un orden en esta carnicería.
Llega “The Spirits That I Called” y por un instante, la banda se permite respirar. Pero no por eso baja la intensidad. Frank Blackfire y Yorck Segatz construyen una arquitectura de riffs más amplia, con atmósferas densas, casi litúrgicas. Como si estuvieras dentro de una catedral gótica bombardeada, caminando entre escombros y huesos. La voz de Angelripper se vuelve más ritual, y el estribillo se siente como una invocación. Todo remite a espíritus, a sombras del pasado que todavía caminan entre nosotros. Este tema abre otra dimensión en el disco: la del horror metafísico, la del peso de lo invisible. Y ahí aparece “Witchhunter”. Un puñetazo directo al corazón de los fans. No solo por su riff demoledor, sino por lo que representa. Es un homenaje al fallecido baterista original Christian “Witchhunter” Dudek. Pero no es una canción triste. Es una celebración brutal, como si la banda se propusiera resucitarlo a través de la velocidad. Toni Merkel, en la batería, lo honra a puro golpe, sin adornos, con una crudeza que emociona. Porque en Sodom, la memoria no se llora: se grita. “Scavenger” cae como un martillo. Acá el tempo baja un poco, pero el peso aumenta. El groove que desarrollan es sucio, arrastrado, casi doom en su construcción. Es como un tanque oxidado que avanza entre ruinas. Angelripper escupe palabras como si cada frase fuese una advertencia. Hay algo podrido en el aire, y esta canción lo captura. Es una pausa relativa, una tensión que prepara el terreno para lo que viene.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: Kerry King en Buenos Aires: “Lo viejo funciona”
“Gun Without Groom” y “Sane Insanity” son el uno-dos más punky del disco. Breves, violentos, crudos. Guitarras como sierras eléctricas y baterías que suenan a estampidas. Es el momento más callejero del álbum. La banda suelta el yugo del thrash clásico y se lanza a la yugular con una energía casi adolescente. El mensaje es claro: no importa cuántos años tengan, Sodom sigue siendo una banda peligrosa. Y justo cuando pensás que el disco ya jugó todas sus cartas, llega “Taphephobia”. Terror. Literal. El miedo a ser enterrado vivo. Y el sonido acompaña. El riff principal es casi doom, pero con una tensión interna que nunca explota del todo. Es como estar atrapado bajo tierra, sin aire, escuchando tus propios latidos. La voz de Angelripper suena sofocada, como si realmente estuviera dentro de un ataúd. Es uno de los momentos más “atmosféricos” del álbum (ojo, estamos hablado de Sodom y no de alguna banda que utiliza pasajes atmosfericos como “colchón” en sus canciones), y funciona perfecto como giro dramático.
“A.W.T.F.” entra en escena como un homenaje a Tank y su líder fallecido Algy Ward. El título no lo dice directamente, pero se siente en el espíritu del tema. Más melódico, más estructurado, más narrativo. La banda se permite un momento de reverencia sin perder potencia. Es un gesto que habla de madurez: Sodom no necesita demostrar nada, pero lo hace igual, con clase y con garra. “Twilight Void” es puro miedo. Una pesadilla grabada en cinta de 24 pistas. Voces cavernosas, riffs que reptan y un ritmo que se arrastra como una presencia demoníaca en la oscuridad. Si Slayer hubiera compuesto música para una película de terror gótica, sonaría parecido a esto. La producción ayuda: todo suena orgánico, sin correcciones, sin trucos. Crudo como un corte de cuchillo oxidado.
Y si todavía quedaban fuerzas, “Obliteration of the Aeons” las destruye. Un ataque frontal que no perdona. Es thrash, sí, pero con una intensidad que roza lo death. Las guitarras se entrecruzan como látigos, la batería es un derrumbe y Angelripper directamente ruge. Es como si el mundo se estuviera cayendo a pedazos y Sodom hubiera decidido musicalizarlo. Para el cierre, “Return to God in Parts” no ofrece consuelo. Es un final violento, urgente, donde cada instrumento parece empujar hacia el abismo. El título sugiere un retorno a lo divino, pero por partes. Desmembrado. Es una imagen fuerte, como todo el disco. No hay redención. Solo fuego, polvo y ruina.
Cuando termina el álbum, uno queda en silencio, con la sensación de haber sobrevivido a un ataque. The Arsonist no busca complacer ni reinventar nada. Es un disco de guerra. De fuego. De memoria. Sodom no pretende sonar moderno ni renovado: pretende sonar auténtico. Y lo logra con creces. Grabado en cinta analógica, sin producción artificial, suena tan directo y sucio como una banda de 1989, pero con la precisión quirúrgica de una máquina de matar.
Etiquetas: Death Metal, Sodom, thrash, Tom Angelripper