

El jueves 11 de septiembre, en el escenario de Vega, el público presenció a Witch Club Satan, un trío noruego que lleva el black metal a un territorio donde la teatralidad, la provocación y la crudeza se entrelazan con discursos sociales y políticos. Verlas en vivo confirmó que lo suyo va más allá de riffs oscuros: es un ritual performático que mezcla maternidad, feminismo, guerra y rabia en una sola descarga.
Desde que aparecieron en escena quedó claro que este no sería un concierto convencional. Una de las integrantes, embarazada, lanzó una frase que marcó la noche: “Los gemelos van a gritar también”. Esa declaración no solo arrancó gritos del público, sino que definió la línea del show: confrontar la idea de fragilidad con la de poder, mostrar la maternidad no como dulzura sino como fuerza brutal.
Los cambios de vestuario fueron extremos y teatrales. Pasaron de aparecer con ropa blanca mínima, mostrando el torso al aire, a quedar completamente desnudas con pelucas larguísimas que reforzaban la sensación ritual. La desnudez, lejos de ser gratuita, se usó como provocación y desafío. Cada transformación reforzaba la narrativa: el cuerpo como lienzo y como arma, la estética como declaración política.
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Musicalmente, lo de Witch Club Satan fue un viaje a las entrañas del black metal: blast beats, riffs abrasivos y voces desgarradas. Los gritos fueron un torrente visceral que buscaba incomodar e hipnotizar. Uno de los momentos más intensos llegó con “Mother”, incluida en su disco debut Witch Club Satan (2024). El tema se percibe como un respiro dentro de la violencia sonora. La interpretación fue casi litúrgica, con las luces bajas y el público atrapado entre lo bello y lo grotesco.
Durante el concierto hablaron abiertamente de mujeres, de madres y también mencionaron Gaza. Esa mezcla de lo íntimo y lo global convirtió al show en algo más que una descarga de ruido. Fue confrontación: cómo la maternidad y el cuerpo femenino se enfrentan al mundo, y cómo la rabia es también colectiva.
El espectáculo funcionó como una oscuridad musical envolvente, con corpse paint, torsos desnudos y un black metal sin concesiones. El trío noruego —Nikoline Spjelkavik (guitarra), Victoria Røising (bajo) y Johanna Holt Kleive (batería)— comparte también las voces, logrando que cada grito y cada línea vocal se sienta más intensa y variada. Juntas crean conciertos que ponen la piel de gallina: performances feministas y ocultistas que trascienden lo meramente musical.
La frontera entre concierto y performance se borró varias veces. Las frases lanzadas entre canciones y los gestos teatrales reforzaban la sensación ritual. La maternidad estuvo presente en varias capas: desde lo evidente (el embarazo en el escenario) hasta lo simbólico (el uso de la palabra “madre”). El mensaje era claro: la maternidad no es fragilidad, sino poder creador y destructor.
La reacción de la audiencia fue variada, pero nunca indiferente. Muchos estaban visiblemente fascinados y entusiasmados, atentos a cada movimiento. Otros observaban con desconcierto, pero igualmente enganchados. Y es que Witch Club Satan no busca complacer: busca provocar. En un momento, los gritos se volvieron casi insoportables, un muro de sonido que no dejaba escapar aire. Pero justo cuando parecía demasiado, bajaron las luces y dejaron que un silencio extraño se apoderara del lugar. Esa dinámica de incomodidad y alivio fue una constante. La mayoría del público se mantuvo enganchada de principio a fin. El entusiasmo era palpable y la conexión con el escenario convirtió al concierto en una experiencia colectiva que se sintió tan caótica como catártica.
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La apertura estuvo a cargo de Mouth Wound, un proyecto en solitario que apostó por el noise más extremo. Durante treinta minutos, la artista lanzó frecuencias distorsionadas con una mezcladora y procesadores. Más que música, fue un ejercicio de saturación sonora. Para algunos puede ser arte sonoro radical; en mi caso, se sintió interminable, sin ningún momento armónico que permitiera engancharse. Más de uno en la sala parecía esperar que “empezara la música”, pero ese era justamente el planteo: ruido, incomodidad y nada más. Como introducción fue intensa, aunque difícil de disfrutar.
Al salir del recinto, quedó la sensación de haber asistido a algo que no es fácil de clasificar. ¿Fue un concierto de black metal? Sí. ¿Fue una performance política y feminista? También. ¿Fue un ritual incómodo que te confronta con tus propios límites? Sin duda.
Aunque el show no fue para todos los gustos, es imposible negar su impacto. Witch Club Satan no se conforma con tocar canciones: construye experiencias. Y lo hace de una manera que incomoda, pero también deja huella.
Lo que presentaron en Vega fue un espectáculo total: música extrema, discurso político, performance teatral y simbolismo visceral. La mezcla de gritos desgarradores, riffs crudos y mensajes potentes creó un ambiente que oscilaba entre la incomodidad y la fascinación. Witch Club Satan logró hacer de una noche de black metal algo más profundo: una experiencia que sacude, que incomoda y que, aunque no todos lo disfruten, deja claro que están llevando el género hacia un territorio distinto.
No se trató solo de escuchar, sino de sentir, de aceptar que a veces el arte no está para tranquilizarnos, sino para agitarnos. Y en eso, el show fue un éxito total.


El jueves 11 de septiembre, en el escenario de Vega, el público presenció a Witch Club Satan, un trío noruego que lleva el black metal a un territorio donde la teatralidad, la provocación y la crudeza se entrelazan con discursos sociales y políticos. Verlas en vivo confirmó que lo suyo va más allá de riffs oscuros: es un ritual performático que mezcla maternidad, feminismo, guerra y rabia en una sola descarga.
Desde que aparecieron en escena quedó claro que este no sería un concierto convencional. Una de las integrantes, embarazada, lanzó una frase que marcó la noche: “Los gemelos van a gritar también”. Esa declaración no solo arrancó gritos del público, sino que definió la línea del show: confrontar la idea de fragilidad con la de poder, mostrar la maternidad no como dulzura sino como fuerza brutal.
Los cambios de vestuario fueron extremos y teatrales. Pasaron de aparecer con ropa blanca mínima, mostrando el torso al aire, a quedar completamente desnudas con pelucas larguísimas que reforzaban la sensación ritual. La desnudez, lejos de ser gratuita, se usó como provocación y desafío. Cada transformación reforzaba la narrativa: el cuerpo como lienzo y como arma, la estética como declaración política.
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Durante el concierto hablaron abiertamente de mujeres, de madres y también mencionaron Gaza. Esa mezcla de lo íntimo y lo global convirtió al show en algo más que una descarga de ruido. Fue confrontación: cómo la maternidad y el cuerpo femenino se enfrentan al mundo, y cómo la rabia es también colectiva.
El espectáculo funcionó como una oscuridad musical envolvente, con corpse paint, torsos desnudos y un black metal sin concesiones. El trío noruego —Nikoline Spjelkavik (guitarra), Victoria Røising (bajo) y Johanna Holt Kleive (batería)— comparte también las voces, logrando que cada grito y cada línea vocal se sienta más intensa y variada. Juntas crean conciertos que ponen la piel de gallina: performances feministas y ocultistas que trascienden lo meramente musical.
La frontera entre concierto y performance se borró varias veces. Las frases lanzadas entre canciones y los gestos teatrales reforzaban la sensación ritual. La maternidad estuvo presente en varias capas: desde lo evidente (el embarazo en el escenario) hasta lo simbólico (el uso de la palabra “madre”). El mensaje era claro: la maternidad no es fragilidad, sino poder creador y destructor.
La reacción de la audiencia fue variada, pero nunca indiferente. Muchos estaban visiblemente fascinados y entusiasmados, atentos a cada movimiento. Otros observaban con desconcierto, pero igualmente enganchados. Y es que Witch Club Satan no busca complacer: busca provocar. En un momento, los gritos se volvieron casi insoportables, un muro de sonido que no dejaba escapar aire. Pero justo cuando parecía demasiado, bajaron las luces y dejaron que un silencio extraño se apoderara del lugar. Esa dinámica de incomodidad y alivio fue una constante. La mayoría del público se mantuvo enganchada de principio a fin. El entusiasmo era palpable y la conexión con el escenario convirtió al concierto en una experiencia colectiva que se sintió tan caótica como catártica.
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Al salir del recinto, quedó la sensación de haber asistido a algo que no es fácil de clasificar. ¿Fue un concierto de black metal? Sí. ¿Fue una performance política y feminista? También. ¿Fue un ritual incómodo que te confronta con tus propios límites? Sin duda.
Aunque el show no fue para todos los gustos, es imposible negar su impacto. Witch Club Satan no se conforma con tocar canciones: construye experiencias. Y lo hace de una manera que incomoda, pero también deja huella.
Lo que presentaron en Vega fue un espectáculo total: música extrema, discurso político, performance teatral y simbolismo visceral. La mezcla de gritos desgarradores, riffs crudos y mensajes potentes creó un ambiente que oscilaba entre la incomodidad y la fascinación. Witch Club Satan logró hacer de una noche de black metal algo más profundo: una experiencia que sacude, que incomoda y que, aunque no todos lo disfruten, deja claro que están llevando el género hacia un territorio distinto.
No se trató solo de escuchar, sino de sentir, de aceptar que a veces el arte no está para tranquilizarnos, sino para agitarnos. Y en eso, el show fue un éxito total.