


Veinte años, una eternidad en el reloj del rock, habían transcurrido desde que “Tears Don’t Fall” y “Dying In Your Arms” se alzaron como himnos generacionales, ecos de una juventud marcada por la intensidad y la pasión. Los líderes de Bullet for My Valentine y Trivium, guardianes de esas melodías, comprendían el poder de su música, la huella imborrable que habían dejado en una generación. Y así, como un conjuro nostálgico, nació “The Poisoned Ascendancy”.
Un sueño hecho realidad para los millennials, una peregrinación a los altares de la juventud. La gira conjunta, un festín para los sentidos, se convirtió en un ritual sagrado cuando ambas bandas anunciaron que interpretarían sus álbumes debut en su totalidad. “The Poison” y “Ascendancy”, dos piedras angulares del metal moderno, resonarían en Vistalegre, transportando a los presentes a un pasado glorioso.
La expectación era palpable en la larga fila que serpenteaba ante las puertas del concierto. El recinto vibraba con la energía de una multitud ansiosa por revivir sus años dorados. La mercancía, un tributo a la nostalgia, se vendía como reliquias sagradas, a pesar de sus precios exorbitantes. Camisetas a 45 euros, sudaderas a 90, la billetera no era un obstáculo para aquellos que buscaban un pedazo de su pasado. Los años habían pasado pero el espíritu rebelde seguía intacto.
En la penumbra de la pista una pequeña multitud se congregaba frente al escenario, el corazón latiendo al ritmo de la anticipación. La noche prometía ser un viaje en el tiempo, un reencuentro con los héroes de la juventud, una celebración de la música que marcó una generación.
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Pero antes una brisa fresca anunció la llegada de Orbit Culture. Aunque aún considerados “recién llegados” en comparación con los titanes de la noche los suecos habían demostrado su ascenso meteórico con una gira con muchos sold outs, tremendas reseñas y una presencia escénica que desafiaba su estatus.
El escenario, despojado de parafernalia innecesaria, se vestía de gala con un telón de fondo blanco y elegante, un lienzo que anunciaba una nueva era, los músicos, humildes en su presencia, dejaban que la música hablara por ellos.
Orbit Culture desató la furia de “Descent” (2023), un torbellino de metal extremo que sacudió los cimientos del Vistalegre, a pesar de la persistente reverberación que a veces empañaba la nitidez del sonido. Arrancaron con “Descent” seguido de “North Star Of Nija” y “From the inside”, para rematar con “While We Serve”. Completaron un set conciso pero poderoso, a pesar de las dificultades técnicas, un eco sonoro que a veces ahoga la crudeza del metal.
Con una presencia escénica que irradiaba seguridad, Niklas Karlsson, guitarrista y vocalista, se movía con soltura, emulando a sus compañeros de gira con tres micrófonos estratégicamente colocados. “Vultures Of North” resonó con riffs staccato y estribillos pegadizos, demostrando la versatilidad de la banda para cerrar el set y dejarnos a todos despeinados y con la cortísima media hora, un suspiro en la noche, un tiempo escandalosamente corto para los escandinavos, que dejaron a todos con ganas de más, esperando que vuelvan pronto y si es a sala, mucho mejor.
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Trivium irrumpieron en el escenario con la seguridad de quienes conocen su oficio. “Rain”, el tema de apertura, resonó con fuerza, y la banda se entregó por completo, marcando el estilo que marcaría la noche para ellos.
Matt Heafy, con su carisma arrollador, ejerció de maestro de ceremonias, encendiendo la chispa de la multitud con un torrente de palabras cargadas de ánimo y camaradería. Incluso una pizca de rivalidad amistosa, un desafío a los “portugueses aún más ruidosos”, sirvió para avivar aún más la llama.
“The Deceived” desató la euforia, filas de cuerpos saltando y circle pits que se abrían paso entre la multitud. Trivium, conscientes de que las sorpresas en el repertorio serían escasas, compensaron con un espectáculo visual que dejó a todos boquiabiertos, cambiando la lona trasera en, al menos, cuatro ocasiones.
Tras un solo de batería magistral de Alex Bent, el escenario se iluminó para revelar una réplica gigantesca del ángel de “Ascendancy” (2005). La figura grotesca, un icono del álbum, se cernía sobre los músicos, moviéndose al ritmo de “A Gunshot To The Head Of Trepidation”.
El diseño escénico, una explosión de opulencia y dinamismo, mantuvo al público hipnotizado, mientras que la mezcla de sonido, equilibrada y potente, elevaba la música a nuevas alturas. Éxitos olvidados como “Dying In Your Arms” y rarezas como “Suffocating Sight” y “Departure” resonaron con fuerza, iluminados por cientos de luces de teléfonos móviles dejando una imagen espectacular del Vistalegre iluminado.
El bis, un festín de clásicos, culminó con “In Waves”. La multitud, poseída por la energía de la música, saltó y coreó el estribillo, mientras Corey Beaulieu, el guitarrista, se unía al coro, un mar de voces y cuerpos en movimiento vibrando con la fuerza del metal.
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En la penumbra del enorme Vistalegre la expectación era palpable, la espera para iniciar un viaje a través del tiempo de la mano de Bullet for My Valentine se palpaba en el ambiente. La banda galesa, celebrando el vigésimo aniversario de su álbum debut, “The Poison”, no se conformó con un inicio convencional. En la pantalla gigante, destellos de un pasado glorioso cobraron vida: imágenes de los “Metal Hammer Awards”, grabaciones de archivo que mostraban a la banda en su apogeo, jóvenes e invencibles.
Un rugido ensordecedor resonó, un tributo al fervor que había catapultado a Bullet for My Valentine a la fama. “Her Voice Resides” abrió el telón, y la multitud, poseída por la nostalgia, coreó cada palabra, eclipsando cualquier acto previo. “4 Words (To Choke Upon)” mantuvo la llama encendida, un torbellino de energía que parecía no tener fin.
Matt Tuck, el alma mater de la banda, anunció el himno que marcó un antes y un después: “Tears Don’t Fall”. Un silencio sepulcral precedió a un coro unánime que acompañó a Tuck en un inicio acústico sobrecogedor. La banda se unió gradualmente, transformando el momento en una máquina del tiempo que nos catapultó de vuelta a la adolescencia.
La nostalgia impregnaba cada rincón, clásicos como “Suffocating Under Words Of Sorrow” y joyas ocultas como “Hit The Floor” y “Room 409” resonaron con fuerza, coreados por el público que conocía cada nota, cada palabra y lo gozaba cada momento. La banda, contagiada por la energía, se entregó por completo creando momentos espectaculares, digno de una banda de su trayectoria.
Matt Tuck y Jamie Mathias se convirtieron en el centro de atención, sus voces entrelazadas en un dueto poderoso. Mathias, con sus guturales desgarradores, complementó a la perfección la voz melódica de Tuck. Las imágenes de fondo, simples pero efectivas, realizaron la actuación, creando una atmósfera mágica, nada muy especial pero efectivo y claramente con una inversión por parte de la banda.
El álbum “The Poison” fue el protagonista de la noche, tras un emotivo “The End” la banda regresó al escenario para un bis apoteósico. “Knives”, un tema más reciente, elevó la intensidad al máximo, preparando el terreno para el cierre épico con “Waking The Demon”.
Cuando las últimas notas se desvanecieron en el aire, una certeza resonó en el Vistalegre: Bullet for My Valentine y Trivium no solo habían revivido sus álbumes debut, habían reafirmado su lugar en el panteón del metal. Su legado, forjado a base de sudor, lágrimas y riffs inmortales, se alza como un monumento a la perseverancia y la pasión, un legado que seguirá inspirando a generaciones venideras a tomar sus guitarras y alzar sus voces.




Veinte años, una eternidad en el reloj del rock, habían transcurrido desde que “Tears Don’t Fall” y “Dying In Your Arms” se alzaron como himnos generacionales, ecos de una juventud marcada por la intensidad y la pasión. Los líderes de Bullet for My Valentine y Trivium, guardianes de esas melodías, comprendían el poder de su música, la huella imborrable que habían dejado en una generación. Y así, como un conjuro nostálgico, nació “The Poisoned Ascendancy”.
Un sueño hecho realidad para los millennials, una peregrinación a los altares de la juventud. La gira conjunta, un festín para los sentidos, se convirtió en un ritual sagrado cuando ambas bandas anunciaron que interpretarían sus álbumes debut en su totalidad. “The Poison” y “Ascendancy”, dos piedras angulares del metal moderno, resonarían en Vistalegre, transportando a los presentes a un pasado glorioso.
La expectación era palpable en la larga fila que serpenteaba ante las puertas del concierto. El recinto vibraba con la energía de una multitud ansiosa por revivir sus años dorados. La mercancía, un tributo a la nostalgia, se vendía como reliquias sagradas, a pesar de sus precios exorbitantes. Camisetas a 45 euros, sudaderas a 90, la billetera no era un obstáculo para aquellos que buscaban un pedazo de su pasado. Los años habían pasado pero el espíritu rebelde seguía intacto.
En la penumbra de la pista una pequeña multitud se congregaba frente al escenario, el corazón latiendo al ritmo de la anticipación. La noche prometía ser un viaje en el tiempo, un reencuentro con los héroes de la juventud, una celebración de la música que marcó una generación.
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Pero antes una brisa fresca anunció la llegada de Orbit Culture. Aunque aún considerados “recién llegados” en comparación con los titanes de la noche los suecos habían demostrado su ascenso meteórico con una gira con muchos sold outs, tremendas reseñas y una presencia escénica que desafiaba su estatus.
El escenario, despojado de parafernalia innecesaria, se vestía de gala con un telón de fondo blanco y elegante, un lienzo que anunciaba una nueva era, los músicos, humildes en su presencia, dejaban que la música hablara por ellos.
Orbit Culture desató la furia de “Descent” (2023), un torbellino de metal extremo que sacudió los cimientos del Vistalegre, a pesar de la persistente reverberación que a veces empañaba la nitidez del sonido. Arrancaron con “Descent” seguido de “North Star Of Nija” y “From the inside”, para rematar con “While We Serve”. Completaron un set conciso pero poderoso, a pesar de las dificultades técnicas, un eco sonoro que a veces ahoga la crudeza del metal.
Con una presencia escénica que irradiaba seguridad, Niklas Karlsson, guitarrista y vocalista, se movía con soltura, emulando a sus compañeros de gira con tres micrófonos estratégicamente colocados. “Vultures Of North” resonó con riffs staccato y estribillos pegadizos, demostrando la versatilidad de la banda para cerrar el set y dejarnos a todos despeinados y con la cortísima media hora, un suspiro en la noche, un tiempo escandalosamente corto para los escandinavos, que dejaron a todos con ganas de más, esperando que vuelvan pronto y si es a sala, mucho mejor.
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Trivium irrumpieron en el escenario con la seguridad de quienes conocen su oficio. “Rain”, el tema de apertura, resonó con fuerza, y la banda se entregó por completo, marcando el estilo que marcaría la noche para ellos.
Matt Heafy, con su carisma arrollador, ejerció de maestro de ceremonias, encendiendo la chispa de la multitud con un torrente de palabras cargadas de ánimo y camaradería. Incluso una pizca de rivalidad amistosa, un desafío a los “portugueses aún más ruidosos”, sirvió para avivar aún más la llama.
“The Deceived” desató la euforia, filas de cuerpos saltando y circle pits que se abrían paso entre la multitud. Trivium, conscientes de que las sorpresas en el repertorio serían escasas, compensaron con un espectáculo visual que dejó a todos boquiabiertos, cambiando la lona trasera en, al menos, cuatro ocasiones.
Tras un solo de batería magistral de Alex Bent, el escenario se iluminó para revelar una réplica gigantesca del ángel de “Ascendancy” (2005). La figura grotesca, un icono del álbum, se cernía sobre los músicos, moviéndose al ritmo de “A Gunshot To The Head Of Trepidation”.
El diseño escénico, una explosión de opulencia y dinamismo, mantuvo al público hipnotizado, mientras que la mezcla de sonido, equilibrada y potente, elevaba la música a nuevas alturas. Éxitos olvidados como “Dying In Your Arms” y rarezas como “Suffocating Sight” y “Departure” resonaron con fuerza, iluminados por cientos de luces de teléfonos móviles dejando una imagen espectacular del Vistalegre iluminado.
El bis, un festín de clásicos, culminó con “In Waves”. La multitud, poseída por la energía de la música, saltó y coreó el estribillo, mientras Corey Beaulieu, el guitarrista, se unía al coro, un mar de voces y cuerpos en movimiento vibrando con la fuerza del metal.
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Un rugido ensordecedor resonó, un tributo al fervor que había catapultado a Bullet for My Valentine a la fama. “Her Voice Resides” abrió el telón, y la multitud, poseída por la nostalgia, coreó cada palabra, eclipsando cualquier acto previo. “4 Words (To Choke Upon)” mantuvo la llama encendida, un torbellino de energía que parecía no tener fin.
Matt Tuck, el alma mater de la banda, anunció el himno que marcó un antes y un después: “Tears Don’t Fall”. Un silencio sepulcral precedió a un coro unánime que acompañó a Tuck en un inicio acústico sobrecogedor. La banda se unió gradualmente, transformando el momento en una máquina del tiempo que nos catapultó de vuelta a la adolescencia.
La nostalgia impregnaba cada rincón, clásicos como “Suffocating Under Words Of Sorrow” y joyas ocultas como “Hit The Floor” y “Room 409” resonaron con fuerza, coreados por el público que conocía cada nota, cada palabra y lo gozaba cada momento. La banda, contagiada por la energía, se entregó por completo creando momentos espectaculares, digno de una banda de su trayectoria.
Matt Tuck y Jamie Mathias se convirtieron en el centro de atención, sus voces entrelazadas en un dueto poderoso. Mathias, con sus guturales desgarradores, complementó a la perfección la voz melódica de Tuck. Las imágenes de fondo, simples pero efectivas, realizaron la actuación, creando una atmósfera mágica, nada muy especial pero efectivo y claramente con una inversión por parte de la banda.
El álbum “The Poison” fue el protagonista de la noche, tras un emotivo “The End” la banda regresó al escenario para un bis apoteósico. “Knives”, un tema más reciente, elevó la intensidad al máximo, preparando el terreno para el cierre épico con “Waking The Demon”.
Cuando las últimas notas se desvanecieron en el aire, una certeza resonó en el Vistalegre: Bullet for My Valentine y Trivium no solo habían revivido sus álbumes debut, habían reafirmado su lugar en el panteón del metal. Su legado, forjado a base de sudor, lágrimas y riffs inmortales, se alza como un monumento a la perseverancia y la pasión, un legado que seguirá inspirando a generaciones venideras a tomar sus guitarras y alzar sus voces.
