


La sala, vestida de luto rockero y rumor metálico, era el recipiente perfecto para una noche que prometía ser un tratado vivo sobre la anatomía del rock pesado. Tres bandas, tres filosofías del fuzz y un mismo altar: el escenario. Lejos del bullicio de la barra y el merchandising, el público aguardaba en silencio reverencial, consciente de que la verdad del género solo se revela en la ejecución en directo. No había artificios, solo músicos y amplificadores: el lenguaje primigenio del volumen.
El primer conjuro de la noche estuvo a cargo de los australianos O.R.B. (Organic Rock Band), que aparecieron en escena como tres espectros vintage, reverentes y sin artificio. Su sonido, tan hipnótico como preciso, flotó sobre un entramado de delays y reverberaciones ejecutadas con la delicadeza de un alquimista. El groove se construía más como una corriente envolvente que como un golpe frontal, una niebla psicodélica que embriagaba. Su propuesta no busca el ataque: invita al trance. Canciones como “Can’t Do That” y la onírica “Mind Over Matter” funcionaron como mantras eléctricos que suspendieron el tiempo, dejando al público en un estado de ingravidez colectiva. O.R.B. no abrió la noche: la conjuró.
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La calma se quebró en mil pedazos con la irrupción de los noruegos Slomosa, que transformaron la sala en un polvorín. Desde el primer acorde de “Cabin Fever”, el stoner rock explotó con un poder físico que obligó al cuerpo a moverse. Ben Berdous, con voz gélida y autoridad escénica, comandó el caos con precisión quirúrgica, pero la fuerza gravitacional recaía en Marie Moe: su bajo, profundo y vibrante, fue el epicentro sónico del huracán. “Rice” e “In My Mind’s Desert” sonaron como una avalancha de groove arenoso y elegancia tectónica, una línea directa con el espíritu de Queens of the Stone Age. Con “Monomann” y “Horses” llevaron el frenesí a su clímax, firmando un set redondo que los consagró como dueños temporales del escenario. Slomosa no vinieron a telonear; vinieron a conquistar.
El cierre estuvo en manos de los alemanes Kadavar, cuyo ingreso fue una ceremonia en penumbra, sin ornamentos ni proyecciones, solo luz y humo modulados como instrumentos místicos. Desde el primer golpe de “Lies”, quedó claro que la banda no interpreta canciones: las invoca. Christoph “Lupus” Lindemann, con su aura de profeta eléctrico, dirigió la misa del hard rock con riffs de acero y alma blues. A su lado, Simon “Dragon” Bouteloup sostuvo el cosmos con su bajo vibrante, mientras Christoph “Tiger” Bartelt transformaba cada golpe en una invocación ritual. Temas como “Black Sun” y “Living in Your Head” demostraron su dominio absoluto del espíritu setentero sin caer en la nostalgia vacía.
El tramo final fue puro fuego sagrado: “Total Annihilation” y “Doomsday Machine” desataron el clímax, antes de cerrar con una tríada de himnos —“Die Baby Die”, “Come Back Life” y “All Our Thoughts”— que dejó a la sala bañada en un resplandor dorado y reverente. Kadavar no dieron un concierto: oficiaron una comunión sonora donde el fuzz fue religión y la distorsión, redención.



La sala, vestida de luto rockero y rumor metálico, era el recipiente perfecto para una noche que prometía ser un tratado vivo sobre la anatomía del rock pesado. Tres bandas, tres filosofías del fuzz y un mismo altar: el escenario. Lejos del bullicio de la barra y el merchandising, el público aguardaba en silencio reverencial, consciente de que la verdad del género solo se revela en la ejecución en directo. No había artificios, solo músicos y amplificadores: el lenguaje primigenio del volumen.
El primer conjuro de la noche estuvo a cargo de los australianos O.R.B. (Organic Rock Band), que aparecieron en escena como tres espectros vintage, reverentes y sin artificio. Su sonido, tan hipnótico como preciso, flotó sobre un entramado de delays y reverberaciones ejecutadas con la delicadeza de un alquimista. El groove se construía más como una corriente envolvente que como un golpe frontal, una niebla psicodélica que embriagaba. Su propuesta no busca el ataque: invita al trance. Canciones como “Can’t Do That” y la onírica “Mind Over Matter” funcionaron como mantras eléctricos que suspendieron el tiempo, dejando al público en un estado de ingravidez colectiva. O.R.B. no abrió la noche: la conjuró.
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El cierre estuvo en manos de los alemanes Kadavar, cuyo ingreso fue una ceremonia en penumbra, sin ornamentos ni proyecciones, solo luz y humo modulados como instrumentos místicos. Desde el primer golpe de “Lies”, quedó claro que la banda no interpreta canciones: las invoca. Christoph “Lupus” Lindemann, con su aura de profeta eléctrico, dirigió la misa del hard rock con riffs de acero y alma blues. A su lado, Simon “Dragon” Bouteloup sostuvo el cosmos con su bajo vibrante, mientras Christoph “Tiger” Bartelt transformaba cada golpe en una invocación ritual. Temas como “Black Sun” y “Living in Your Head” demostraron su dominio absoluto del espíritu setentero sin caer en la nostalgia vacía.
El tramo final fue puro fuego sagrado: “Total Annihilation” y “Doomsday Machine” desataron el clímax, antes de cerrar con una tríada de himnos —“Die Baby Die”, “Come Back Life” y “All Our Thoughts”— que dejó a la sala bañada en un resplandor dorado y reverente. Kadavar no dieron un concierto: oficiaron una comunión sonora donde el fuzz fue religión y la distorsión, redención.