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Sonicblast 2025 Día 3: “Cuando el ruido cura”
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El sábado era uno de los días que más esperábamos, no solo por Molchat Doma como cabezas de cartel, sino porque había mucho mix de estilos y todo apuntaba a una jornada variada y entretenida.

Tuvimos que madrugar bastante para poder ver a una de las bandas que más hype nos había despertado en los últimos años, y más aún después de su último disco. Messa era la encargada de abrir el portón del último día de festival. La formación italiana se mueve por una cordillera donde el doom es la cima, pero tontea con muchos estilos hasta alcanzarla. He de decir que su directo me dejó un poco tibio, quizá por mi poca predisposición con tanto calor a la hora de la sobremesa. El sonido no me convenció del todo: demasiado solo de guitarra por encima de lo esperado. Tal vez el último disco me había dejado un poso más oscurito, y en directo no percibí lo mismo. Aun así, es una banda con mucho futuro a la que no le quitaré el ojo de encima.

De Messa a Monolord se me hizo un poco cuesta arriba, quizá porque eran bandas que ya había visto anteriormente sin demasiadas ganas y porque, honestamente, solo sus nombres ya me invitan a irme a merendar algo.

Turno para The Atomic Bitchwax, que atesoran, seguramente, las portadas más feas del stoner. Power trío americano con miembros de Monster Magnet, capaces de hacer una canción sobre un solo de guitarra con mucho wah y humo de tubo de escape. Todo el repertorio se movió entre pentatónicas y mucho dadbending. No fallaron ni una: sólidos, compactos, todo en su sitio y una performance como se espera. Me faltó fuego… y dos Ford Ranger haciendo trompos en el pit.

Con un sospechoso olor a gasolina en el ambiente, aún teníamos que enfrentarnos a King Buffalo, que, dependiendo del setlist, pueden tocar cuatro temas o catorce. En este caso, los de Rochester comenzaron con un par de temas de su último álbum, que tiran más al space y que, personalmente, me resultan más divertidos. En “Mercury” la batería te conduce durante todo el tema a base de arreglos de platos muy trabajados y termina en una evocación a Elder verdaderamente interesante. El resto del concierto fue más cercano al stoner clásico, pero con unos timbres diferenciales. Me gusta mucho cómo juegan con los efectos, tanto en voz como en instrumento, y se nota que están totalmente en sintonía.

Después de los neoyorquinos, subieron al escenario Dead Ghosts, que por poco necesitaban tocar en los dos main para caber, porque parecían la tuna por Salamanca. Qué propuesta más chula la de los canadienses. Los había visto hace más de diez años, pero la película era otra. Ahora siguen bebiendo del garage, pero enarbolan partes que provienen del surf, el western, el lo-fi o el folk, haciendo que cada canción suene a peli de Tarantino. Su secreto está en saber cuándo apretar el botón: van con prudencia y no pecan de introducir todos sus elementos a la vez, sino que saben añadir los ingredientes justos para gustar sin empalagar. Después de esta actuación tan satisfactoriamente inesperada, llegaba una de mis “no-puedo-faltar-a-esta-cita”.

Monolord volvían a cruzarse en mi camino desde 2021, cuando firmaron uno de los mejores directos que recuerdo ver en sala post-pandemia. Hacía mucho que no les seguía la pista en foto o vídeo, y me enteré de que el line-up contaba con un miembro más como guitarra de apoyo. Supongo que será algo más de directo que definitivo. El caso es que me sonó todo igual de bien que siempre. Comenzaron con mi favorita, y eso ya me dejó tranquilo. “I’ll Be Damned” abrió para toda Âncora uno de los atardeceres más lentos y bonitos que recuerdo. Una “Empress Rising” coreada al unísono sirvió como cierre perfecto de un concierto perfecto, no sin antes regalarnos un bis a la carta —gritado desde el público— con “The Last Leaf”. Monolord se llevaron el aplauso de la tarde y se marcharon igual de cercanos que siempre, transmitiendo el 100% de lo que tienen dentro. Estoy convencido de que pronto volveremos a disfrutarlos en próximas ediciones.

Sin casi darnos cuenta, llegaba otro de los platos fuertes del sábado en el Main Stage 2. La electrónica volvía a apoderarse del recinto, esta vez gracias a Patriarchy, la banda que nace de la artista multidisciplinar Actually Huizenga. No es casualidad que este proyecto venga de la mano de alguien que escribe, produce y dirige para cine. Su discurso y performance son puramente cinematográficos, caminando por cada canción con un claro inicio, nudo y desenlace, llegando a este de forma muy climática. Lo que propone la banda de Los Ángeles se acerca al dark wave más claro y tranquilo, en la onda de Boy Harsher o Poliça. Sus canciones podrían ser banda sonora de cualquier película de Winding Refn.

Después de dejarnos en un profundo trance, tuvimos que preparar el cuerpo rápidamente para el slot más legendario que íbamos a ver en esta edición.

Circle Jerks, la mítica superbanda procedente de Hermosa Beach, California —con Keith Morris de Black Flag, Greg Hetson de Redd Kross y Joey Castillo, el batería que grabó Era Vulgaris y Lullabies to Paralyze para QOTSA—, venía a entregarnos una hora y media de pura adrenalina que solo pudieron soportar ellos mismos, porque mi cuerpo ya no daba para mucho más. La gente vivió con entusiasmo el circle pit que se desató y se vació hasta más no poder; para muchos, era el último grande del día. Personalmente, tuve que aprovisionarme un poco, porque lo bueno, bueno, venía justo después.

Una de mis bandas favoritas, y desde muy lejos, había llegado para presentar uno de los mejores discos del pasado año. Molchat Doma y su Belaya Polosa irrumpieron en el escenario para regalarnos un largo repertorio donde no faltó nada. Tocaron sus grandes —nuevos y viejos— éxitos con una actitud memorable. En la gélida Minsk no se entiende de frío: lo que hicieron fue transmitir calidez y cercanía a través de sus pasos endiabladamente prohibidos. El power trío, ataviado con sus dos puestos de teclados desde donde lanzan toda la fantasía ochentera, se colgó la guitarra y el bajo para deslizarse por las tablas y convertir el SonicBlast en una pista de baile brutalistamente soviética. Con las caras llenas de purpurina y el rubor típico de no dejar de bailar, sin silencio entre canciones, sabíamos que estábamos cerrando una edición para la historia. Los pies hechos polvo y la espalda pidiendo relevo fueron clara consecuencia de lo bien que disfrutamos durante este broche épico.

Tras la banda bielorrusa, aún pudimos disfrutar de otros dos slots golfos ya entrado el domingo. Primero fueron Castle Rat, banda que ya habíamos visto el miércoles en la pre-party y que se benefició mucho del escenario grande, aunque solo fuera para que el público pudiese apreciar su puesta en escena y lo divertido de su propuesta.

Y por último, nos acercamos a Dopethrone, por llenar expediente y ver a otra banda mítica de nicho que tanto habíamos escuchado en disco. Pude mover el cuello lo justo para que no se desprendiera de mi cuerpo, y espero que nadie tenga vídeos míos a esas alturas de la noche. La banda de Montreal hizo lo que se esperaba: sonar muy alto y con mucha distorsión. Un diez. Experimentados en tocar tarde y reventarlo. Estoy seguro de que merecían más atención de la que pude darles conscientemente, pero en mi cabeza ya se había echado el pestillo.

Terminábamos así, como decía antes, una edición para la historia, para el recuerdo. Una edición que demuestra que la diversidad sigue siendo el camino, y que cerrarse en banda funciona solo un rato. A medida que crecemos, nos damos cuenta de todo eso, tanto en lo privado como en lo público. Se gana mucho más de lo que se pierde.

Ahora bien, llega el momento de meter palos: no todo puede ser bueno, y siempre hay ejes de mejora.

Algo que no me gustó —ni este año ni el anterior— es que el recinto se queda muy corto. No es normal que haya tanta gente en tan poco espacio. Es casi imposible cenar algo y poder sentarte. Ni hablar ya de ver algo en el Stage 3, que bien podría eliminarse para montar ahí otra zona de baños. Casi imposible también entrar al festival sin hacer una hora de cola para recoger la pulsera. Este año había menos baños, más mesas (aunque pocas), pero eso estrechaba el paso entre escenarios y generaba un embudo en la entrada. Y, por último, montar una caseta de tokens con una cola perpendicular al paso hacia los escenarios y frente al merchandising no me pareció la mejor idea: congestionaba todo mucho más.

Es hora de darse cuenta de que un festival de esta envergadura necesita soluciones de la misma escala. Quizás el recinto no está preparado para tanta gente, pero empieza a ser incómodo, y eso me da miedo por el cariño que le tengo a un festival tan perfecto.

Por todo lo demás —las bandas, el ambiente, el trato recibido, el entorno, el pueblo, la niebla, el bosque, la playa—, SonicBlast, eres un must. No te vayas nunca.

 

 

 

 

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Sonicblast 2025 Día 3: “Cuando el ruido cura”
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El sábado era uno de los días que más esperábamos, no solo por Molchat Doma como cabezas de cartel, sino porque había mucho mix de estilos y todo apuntaba a una jornada variada y entretenida.

Tuvimos que madrugar bastante para poder ver a una de las bandas que más hype nos había despertado en los últimos años, y más aún después de su último disco. Messa era la encargada de abrir el portón del último día de festival. La formación italiana se mueve por una cordillera donde el doom es la cima, pero tontea con muchos estilos hasta alcanzarla. He de decir que su directo me dejó un poco tibio, quizá por mi poca predisposición con tanto calor a la hora de la sobremesa. El sonido no me convenció del todo: demasiado solo de guitarra por encima de lo esperado. Tal vez el último disco me había dejado un poso más oscurito, y en directo no percibí lo mismo. Aun así, es una banda con mucho futuro a la que no le quitaré el ojo de encima.

De Messa a Monolord se me hizo un poco cuesta arriba, quizá porque eran bandas que ya había visto anteriormente sin demasiadas ganas y porque, honestamente, solo sus nombres ya me invitan a irme a merendar algo.

Turno para The Atomic Bitchwax, que atesoran, seguramente, las portadas más feas del stoner. Power trío americano con miembros de Monster Magnet, capaces de hacer una canción sobre un solo de guitarra con mucho wah y humo de tubo de escape. Todo el repertorio se movió entre pentatónicas y mucho dadbending. No fallaron ni una: sólidos, compactos, todo en su sitio y una performance como se espera. Me faltó fuego… y dos Ford Ranger haciendo trompos en el pit.

Con un sospechoso olor a gasolina en el ambiente, aún teníamos que enfrentarnos a King Buffalo, que, dependiendo del setlist, pueden tocar cuatro temas o catorce. En este caso, los de Rochester comenzaron con un par de temas de su último álbum, que tiran más al space y que, personalmente, me resultan más divertidos. En “Mercury” la batería te conduce durante todo el tema a base de arreglos de platos muy trabajados y termina en una evocación a Elder verdaderamente interesante. El resto del concierto fue más cercano al stoner clásico, pero con unos timbres diferenciales. Me gusta mucho cómo juegan con los efectos, tanto en voz como en instrumento, y se nota que están totalmente en sintonía.

Después de los neoyorquinos, subieron al escenario Dead Ghosts, que por poco necesitaban tocar en los dos main para caber, porque parecían la tuna por Salamanca. Qué propuesta más chula la de los canadienses. Los había visto hace más de diez años, pero la película era otra. Ahora siguen bebiendo del garage, pero enarbolan partes que provienen del surf, el western, el lo-fi o el folk, haciendo que cada canción suene a peli de Tarantino. Su secreto está en saber cuándo apretar el botón: van con prudencia y no pecan de introducir todos sus elementos a la vez, sino que saben añadir los ingredientes justos para gustar sin empalagar. Después de esta actuación tan satisfactoriamente inesperada, llegaba una de mis “no-puedo-faltar-a-esta-cita”.

Monolord volvían a cruzarse en mi camino desde 2021, cuando firmaron uno de los mejores directos que recuerdo ver en sala post-pandemia. Hacía mucho que no les seguía la pista en foto o vídeo, y me enteré de que el line-up contaba con un miembro más como guitarra de apoyo. Supongo que será algo más de directo que definitivo. El caso es que me sonó todo igual de bien que siempre. Comenzaron con mi favorita, y eso ya me dejó tranquilo. “I’ll Be Damned” abrió para toda Âncora uno de los atardeceres más lentos y bonitos que recuerdo. Una “Empress Rising” coreada al unísono sirvió como cierre perfecto de un concierto perfecto, no sin antes regalarnos un bis a la carta —gritado desde el público— con “The Last Leaf”. Monolord se llevaron el aplauso de la tarde y se marcharon igual de cercanos que siempre, transmitiendo el 100% de lo que tienen dentro. Estoy convencido de que pronto volveremos a disfrutarlos en próximas ediciones.

Sin casi darnos cuenta, llegaba otro de los platos fuertes del sábado en el Main Stage 2. La electrónica volvía a apoderarse del recinto, esta vez gracias a Patriarchy, la banda que nace de la artista multidisciplinar Actually Huizenga. No es casualidad que este proyecto venga de la mano de alguien que escribe, produce y dirige para cine. Su discurso y performance son puramente cinematográficos, caminando por cada canción con un claro inicio, nudo y desenlace, llegando a este de forma muy climática. Lo que propone la banda de Los Ángeles se acerca al dark wave más claro y tranquilo, en la onda de Boy Harsher o Poliça. Sus canciones podrían ser banda sonora de cualquier película de Winding Refn.

Después de dejarnos en un profundo trance, tuvimos que preparar el cuerpo rápidamente para el slot más legendario que íbamos a ver en esta edición.

Circle Jerks, la mítica superbanda procedente de Hermosa Beach, California —con Keith Morris de Black Flag, Greg Hetson de Redd Kross y Joey Castillo, el batería que grabó Era Vulgaris y Lullabies to Paralyze para QOTSA—, venía a entregarnos una hora y media de pura adrenalina que solo pudieron soportar ellos mismos, porque mi cuerpo ya no daba para mucho más. La gente vivió con entusiasmo el circle pit que se desató y se vació hasta más no poder; para muchos, era el último grande del día. Personalmente, tuve que aprovisionarme un poco, porque lo bueno, bueno, venía justo después.

Una de mis bandas favoritas, y desde muy lejos, había llegado para presentar uno de los mejores discos del pasado año. Molchat Doma y su Belaya Polosa irrumpieron en el escenario para regalarnos un largo repertorio donde no faltó nada. Tocaron sus grandes —nuevos y viejos— éxitos con una actitud memorable. En la gélida Minsk no se entiende de frío: lo que hicieron fue transmitir calidez y cercanía a través de sus pasos endiabladamente prohibidos. El power trío, ataviado con sus dos puestos de teclados desde donde lanzan toda la fantasía ochentera, se colgó la guitarra y el bajo para deslizarse por las tablas y convertir el SonicBlast en una pista de baile brutalistamente soviética. Con las caras llenas de purpurina y el rubor típico de no dejar de bailar, sin silencio entre canciones, sabíamos que estábamos cerrando una edición para la historia. Los pies hechos polvo y la espalda pidiendo relevo fueron clara consecuencia de lo bien que disfrutamos durante este broche épico.

Tras la banda bielorrusa, aún pudimos disfrutar de otros dos slots golfos ya entrado el domingo. Primero fueron Castle Rat, banda que ya habíamos visto el miércoles en la pre-party y que se benefició mucho del escenario grande, aunque solo fuera para que el público pudiese apreciar su puesta en escena y lo divertido de su propuesta.

Y por último, nos acercamos a Dopethrone, por llenar expediente y ver a otra banda mítica de nicho que tanto habíamos escuchado en disco. Pude mover el cuello lo justo para que no se desprendiera de mi cuerpo, y espero que nadie tenga vídeos míos a esas alturas de la noche. La banda de Montreal hizo lo que se esperaba: sonar muy alto y con mucha distorsión. Un diez. Experimentados en tocar tarde y reventarlo. Estoy seguro de que merecían más atención de la que pude darles conscientemente, pero en mi cabeza ya se había echado el pestillo.

Terminábamos así, como decía antes, una edición para la historia, para el recuerdo. Una edición que demuestra que la diversidad sigue siendo el camino, y que cerrarse en banda funciona solo un rato. A medida que crecemos, nos damos cuenta de todo eso, tanto en lo privado como en lo público. Se gana mucho más de lo que se pierde.

Ahora bien, llega el momento de meter palos: no todo puede ser bueno, y siempre hay ejes de mejora.

Algo que no me gustó —ni este año ni el anterior— es que el recinto se queda muy corto. No es normal que haya tanta gente en tan poco espacio. Es casi imposible cenar algo y poder sentarte. Ni hablar ya de ver algo en el Stage 3, que bien podría eliminarse para montar ahí otra zona de baños. Casi imposible también entrar al festival sin hacer una hora de cola para recoger la pulsera. Este año había menos baños, más mesas (aunque pocas), pero eso estrechaba el paso entre escenarios y generaba un embudo en la entrada. Y, por último, montar una caseta de tokens con una cola perpendicular al paso hacia los escenarios y frente al merchandising no me pareció la mejor idea: congestionaba todo mucho más.

Es hora de darse cuenta de que un festival de esta envergadura necesita soluciones de la misma escala. Quizás el recinto no está preparado para tanta gente, pero empieza a ser incómodo, y eso me da miedo por el cariño que le tengo a un festival tan perfecto.

Por todo lo demás —las bandas, el ambiente, el trato recibido, el entorno, el pueblo, la niebla, el bosque, la playa—, SonicBlast, eres un must. No te vayas nunca.

 

 

 

 

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