

He llegado al límite. No puedo pasar un segundo más en la oficina. Voy subiendo Gran Vía. El frío de Madrid es seco. La gente camina apresurada. Encorvada. Llego al portal. Voy a dimitir. Me voy con una mano delante de la otra. En el ascensor me tiemblan las piernas. El calor de la oficina me recibe con un golpe. Dimitir. Quemar el puente. Mirar la acuarela plana de mi vida y darle un portazo de realidad. Luego mi mujer y mis hijos, ya si eso.
Recorro el pasillo en dirección al despacho del jefe. Agarro el colgante y lo acaricio. Brújula de metal y fuego. Son unos pocos metros en los que visualizo cada falta de respeto por su parte. Cada insulto. Cada injusticia. Noto la mirada de mis compañeros desde sus sitios. Alguna risa. Muchos murmullos.
Toc. Toc. Toc. “Adelante” La voz del jefe me devuelve a la realidad. Lo voy a hacer. Me atrevo. No soy el mismo. Cabeza alta. Pecho hinchado. Paso decidido. Abro la puerta y entro.
“Siéntese” me indica sin mirarme. Señala el papel sobre su escritorio, “aquí tiene su despido, puede firmarlo como no conforme. Y por favor, no monte una escena porque no tengo tiempo para mierdas.”
Soy Mauro, llevo 25 años madrugando y vistiendo de traje. Odio mi vida y odiaba mi trabajo. Algo ha crecido en mí. Cuerpo cansado. Mente en llamas.
Una horas después estoy en el Palacio de Vistalegre. La liberación no podría tener mejor banda sonora que Till Lindemann. Este hombre no hace conciertos. Hace un espectáculo rocambolesco, mezcla de circo con casa de los horrores. Completamente cargado de sexualidad. Es sucio. Es feo. También tiene música. Su show es un manifiesto de crudeza. Shock. Impacto. Efectista. Industrial. Contundente. Todo se centra en él. A su alrededor ocurren cosas. Muy poco comunes. A la gente que acudió le encantó. A mí me dejó descolocado. Alegre de presenciarlo. Entusiasmado de fotografiarlo.
La noche fue un caos bendito. La lluvia me empapaba, las colas no avanzaban y los de prensa esperábamos olvidados, pero cada inconveniente era un grito más contra el orden opresivo del traje que me encorsó. Mi liberación no iba a ser pulcra; iba a ser accidentada y mojada. Buena celebración.
Fotografiar a Lindemann es la validación del claroscuro. Su concierto es de extremos en lo visual. El diseño de luces espectacular en la concepción y en la ejecución. Precisión alemana. Acompañado de plataformas que se elevan. La gran pantalla carga visuales acorde con las canciones y de un arte barroco. No hay luz plana sobre el escenario. Hay tenebroismo extremo: las sombras son densas y la luz es un haz violento, un reflector teatral que irrumpe para mostrar el cuerpo, el shock, el sexo, la carne. El naturalismo crudo llevado al extremo: la verdad del hombre. Fea. Brutal. Expuesta. Monjas entradas en carnes moviendose como bailarinas de pole dance. Till desatado escupiendo agua y dejando caer micrófonos. Escupiendo las letras. Como un clown de movimientos circenses. Expresiones exageradas, muecas. Lengua fuera. Disparo atraído por cada gesto, compenso la exposición, cambio el encuadre, me recoloco por el foso. Liberación de tensión. Carga de energía. Explosión de adrenalina. Necesito más.
Sigo disparando como si cada ¡clic! fuera el adiós definitivo al yo del pasado y un hola al nuevo. Till es un “payaso triste”. Drama. Y su voz, un martillo que golpea al público. Masoquismo colectivo. Jolgorio generalizado. Diversión bulliciosa. Regocijo colectivo. La banda sigue el guion del caos: lanza peces, artefactos humeantes, rituales grotescos. Mi trabajo no es solo capturar la acción; es capturar la tensión. Busco el momento en que las gotas vuelan por el aire, dejando el rostro de Lindemann en un contraste perfecto: luz extrema en la piel, sombra total al fondo. Disparo primeros planos de su rostro cubierto de ceniza, del sudor que brilla bajo el haz naranja. Como la vida. Esto es vida. Sin pulcritud. Caos. No suavidad, sino tensión. Hoy, la violencia de mi fotografía es la única verdad. Soy completamente libre para abrazar la sombra y el arrebato. El concierto termina con un estallido.
Salgo de Vistalegre con olor a mojado pegado a la ropa. Soy libre. Soy fotógrafo. Soy el dueño del contraste. Cuerpo libre. Mente en llamas.


He llegado al límite. No puedo pasar un segundo más en la oficina. Voy subiendo Gran Vía. El frío de Madrid es seco. La gente camina apresurada. Encorvada. Llego al portal. Voy a dimitir. Me voy con una mano delante de la otra. En el ascensor me tiemblan las piernas. El calor de la oficina me recibe con un golpe. Dimitir. Quemar el puente. Mirar la acuarela plana de mi vida y darle un portazo de realidad. Luego mi mujer y mis hijos, ya si eso.
Recorro el pasillo en dirección al despacho del jefe. Agarro el colgante y lo acaricio. Brújula de metal y fuego. Son unos pocos metros en los que visualizo cada falta de respeto por su parte. Cada insulto. Cada injusticia. Noto la mirada de mis compañeros desde sus sitios. Alguna risa. Muchos murmullos.
Toc. Toc. Toc. “Adelante” La voz del jefe me devuelve a la realidad. Lo voy a hacer. Me atrevo. No soy el mismo. Cabeza alta. Pecho hinchado. Paso decidido. Abro la puerta y entro.
“Siéntese” me indica sin mirarme. Señala el papel sobre su escritorio, “aquí tiene su despido, puede firmarlo como no conforme. Y por favor, no monte una escena porque no tengo tiempo para mierdas.”
Soy Mauro, llevo 25 años madrugando y vistiendo de traje. Odio mi vida y odiaba mi trabajo. Algo ha crecido en mí. Cuerpo cansado. Mente en llamas.
Una horas después estoy en el Palacio de Vistalegre. La liberación no podría tener mejor banda sonora que Till Lindemann. Este hombre no hace conciertos. Hace un espectáculo rocambolesco, mezcla de circo con casa de los horrores. Completamente cargado de sexualidad. Es sucio. Es feo. También tiene música. Su show es un manifiesto de crudeza. Shock. Impacto. Efectista. Industrial. Contundente. Todo se centra en él. A su alrededor ocurren cosas. Muy poco comunes. A la gente que acudió le encantó. A mí me dejó descolocado. Alegre de presenciarlo. Entusiasmado de fotografiarlo.
La noche fue un caos bendito. La lluvia me empapaba, las colas no avanzaban y los de prensa esperábamos olvidados, pero cada inconveniente era un grito más contra el orden opresivo del traje que me encorsó. Mi liberación no iba a ser pulcra; iba a ser accidentada y mojada. Buena celebración.
Fotografiar a Lindemann es la validación del claroscuro. Su concierto es de extremos en lo visual. El diseño de luces espectacular en la concepción y en la ejecución. Precisión alemana. Acompañado de plataformas que se elevan. La gran pantalla carga visuales acorde con las canciones y de un arte barroco. No hay luz plana sobre el escenario. Hay tenebroismo extremo: las sombras son densas y la luz es un haz violento, un reflector teatral que irrumpe para mostrar el cuerpo, el shock, el sexo, la carne. El naturalismo crudo llevado al extremo: la verdad del hombre. Fea. Brutal. Expuesta. Monjas entradas en carnes moviendose como bailarinas de pole dance. Till desatado escupiendo agua y dejando caer micrófonos. Escupiendo las letras. Como un clown de movimientos circenses. Expresiones exageradas, muecas. Lengua fuera. Disparo atraído por cada gesto, compenso la exposición, cambio el encuadre, me recoloco por el foso. Liberación de tensión. Carga de energía. Explosión de adrenalina. Necesito más.
Sigo disparando como si cada ¡clic! fuera el adiós definitivo al yo del pasado y un hola al nuevo. Till es un “payaso triste”. Drama. Y su voz, un martillo que golpea al público. Masoquismo colectivo. Jolgorio generalizado. Diversión bulliciosa. Regocijo colectivo. La banda sigue el guion del caos: lanza peces, artefactos humeantes, rituales grotescos. Mi trabajo no es solo capturar la acción; es capturar la tensión. Busco el momento en que las gotas vuelan por el aire, dejando el rostro de Lindemann en un contraste perfecto: luz extrema en la piel, sombra total al fondo. Disparo primeros planos de su rostro cubierto de ceniza, del sudor que brilla bajo el haz naranja. Como la vida. Esto es vida. Sin pulcritud. Caos. No suavidad, sino tensión. Hoy, la violencia de mi fotografía es la única verdad. Soy completamente libre para abrazar la sombra y el arrebato. El concierto termina con un estallido.
Salgo de Vistalegre con olor a mojado pegado a la ropa. Soy libre. Soy fotógrafo. Soy el dueño del contraste. Cuerpo libre. Mente en llamas.














