


La noche en la sala Upload de Barcelona fue mucho más que una sucesión de conciertos: fue una ceremonia compartida entre la oscuridad y la devoción. Bajo un ambiente cargado de incienso, luces escarlatas y expectación, el público se reunió para presenciar dos actos que, aunque distintos en forma, compartían la misma raíz espiritual: la unión entre música, ritual y misticismo. Primero, Mater Tenebrarum transformó el escenario en un teatro gótico donde la danza y el doom metal se fundieron en una liturgia de sombras. Luego, Vermilia tomó el relevo con un viaje hacia el norte helado del alma, un rito donde el black metal se volvió plegaria.
Desde el primer acorde de “I’m The Sword”, Mater Tenebrarum impuso un tono sombrío y reverencial. La figura de Lady Morte, envuelta en penumbra y movimiento, se convirtió de inmediato en el epicentro de la experiencia. Su voz, potente y teatral, oscilaba entre el lamento y el mandato, dramatizando cada palabra con una intensidad que trascendía lo musical. La combinación entre las capas densas del doom metal y su expresividad operística generó una atmósfera dual: pesada como la piedra, pero etérea como el humo. La sala entera parecía suspendida entre dos mundos: la carne y el espíritu, el dolor y la belleza.
El espectáculo fue también un ejercicio visual. Lady Morte, iluminada por luces rojas y negras, danzaba como una sacerdotisa en trance. No había movimientos gratuitos: cada gesto era una prolongación del sonido, una invocación coreográfica que daba forma física a la angustia y la redención. En temas como “Gehenna”, “Angel of Death” y la majestuosa “Stella Tenebras”, la artista elevó la música al terreno de lo teatral, convirtiendo cada pausa en respiración ritual. “Lost Souls’ Betrayal” y la inquietante “Laura Palmer is Dead” mostraron su capacidad para traducir el abismo en gesto, el sufrimiento en arte. El cierre con “Crossing the Threshold” fue un clímax absoluto: voz, cuerpo y sonido se fundieron en un solo acto de transfiguración, dejando tras de sí la sensación de haber asistido a una misa profana.
Cuando Vermilia emergió entre la penumbra, la atmósfera cambió: la oscuridad se volvió ártica, mineral, casi sagrada. Sin presentaciones ni palabras, la artista finlandesa y su trío encapuchado dieron inicio a un viaje sonoro que trascendió lo terrenal. “Alkusointu” marcó el comienzo del rito: un tambor que latía como corazón ancestral, un eco que transformó la sala en tundra. Con el rostro iluminado por la luz roja de los focos, Vermilia parecía invocar fuerzas elementales, guiando a la audiencia a través del hielo emocional de Karsikko. Su voz era fuego y escarcha a la vez, un instrumento que desgarraba y sanaba, que llamaba al silencio reverente de quienes comprendían que aquello no era un concierto, sino una comunión.
“Veresi” y “Vedestä Vieraantunut” profundizaron el hechizo. En la primera, su canto fue herida y plegaria; en la segunda, un descenso al espejo líquido del alma. Las canciones se movían entre lo ancestral y lo introspectivo, recordando el eco de Kätkyt, su debut, donde el folk y el black metal se funden en una espiritualidad primitiva. “Karsikko” golpeó con fuerza telúrica: la percusión era martillo, la voz, cincel. En “Vakat”, el aire se tensó como antesala de la tormenta, revelando la calma implacable del norte. Luego, “Kivutar” y “Ruska” fueron estaciones de un mismo ciclo: el dolor hecho canto, la muerte convertida en fuego otoñal. El público se balanceaba como ramas al viento, hechizado por la belleza del sacrificio sonoro.
El tramo final alcanzó un nivel casi místico. “Suruhymni” y “Koti” descendieron hacia la raíz de la tierra, donde la memoria y el origen se funden; mientras que “Kansojen kaipuu” y “Tuonen joki” abrieron el tránsito hacia el más allá, con el público convertido en tripulación de sombras navegando por el río de la muerte. El cierre con “Marras”, “Kaipaus” y la desgarradora “Pimeä polku” fue una purificación total: Vermilia, sola bajo un haz de luz, pronunció su conjuro final. Su voz, entre humana y divina, ofreció redención en la oscuridad.
Al salir de la sala, la ciudad parecía distinta. El aire, más frío, llevaba consigo el eco de dos ceremonias complementarias: la teatral oscuridad de Mater Tenebrarum y la espiritual inmensidad de Vermilia. Habíamos sido testigos de un mismo mito contado con lenguajes distintos —uno gótico, otro nórdico—, unidos por una misma fuerza ancestral. Más que un concierto, fue una noche de comunión entre el cuerpo, la sombra y la fe en la música como rito. Barcelona, por unas horas, se convirtió en un templo donde la oscuridad brilló con una luz sagrada.




La noche en la sala Upload de Barcelona fue mucho más que una sucesión de conciertos: fue una ceremonia compartida entre la oscuridad y la devoción. Bajo un ambiente cargado de incienso, luces escarlatas y expectación, el público se reunió para presenciar dos actos que, aunque distintos en forma, compartían la misma raíz espiritual: la unión entre música, ritual y misticismo. Primero, Mater Tenebrarum transformó el escenario en un teatro gótico donde la danza y el doom metal se fundieron en una liturgia de sombras. Luego, Vermilia tomó el relevo con un viaje hacia el norte helado del alma, un rito donde el black metal se volvió plegaria.
Desde el primer acorde de “I’m The Sword”, Mater Tenebrarum impuso un tono sombrío y reverencial. La figura de Lady Morte, envuelta en penumbra y movimiento, se convirtió de inmediato en el epicentro de la experiencia. Su voz, potente y teatral, oscilaba entre el lamento y el mandato, dramatizando cada palabra con una intensidad que trascendía lo musical. La combinación entre las capas densas del doom metal y su expresividad operística generó una atmósfera dual: pesada como la piedra, pero etérea como el humo. La sala entera parecía suspendida entre dos mundos: la carne y el espíritu, el dolor y la belleza.
El espectáculo fue también un ejercicio visual. Lady Morte, iluminada por luces rojas y negras, danzaba como una sacerdotisa en trance. No había movimientos gratuitos: cada gesto era una prolongación del sonido, una invocación coreográfica que daba forma física a la angustia y la redención. En temas como “Gehenna”, “Angel of Death” y la majestuosa “Stella Tenebras”, la artista elevó la música al terreno de lo teatral, convirtiendo cada pausa en respiración ritual. “Lost Souls’ Betrayal” y la inquietante “Laura Palmer is Dead” mostraron su capacidad para traducir el abismo en gesto, el sufrimiento en arte. El cierre con “Crossing the Threshold” fue un clímax absoluto: voz, cuerpo y sonido se fundieron en un solo acto de transfiguración, dejando tras de sí la sensación de haber asistido a una misa profana.
Cuando Vermilia emergió entre la penumbra, la atmósfera cambió: la oscuridad se volvió ártica, mineral, casi sagrada. Sin presentaciones ni palabras, la artista finlandesa y su trío encapuchado dieron inicio a un viaje sonoro que trascendió lo terrenal. “Alkusointu” marcó el comienzo del rito: un tambor que latía como corazón ancestral, un eco que transformó la sala en tundra. Con el rostro iluminado por la luz roja de los focos, Vermilia parecía invocar fuerzas elementales, guiando a la audiencia a través del hielo emocional de Karsikko. Su voz era fuego y escarcha a la vez, un instrumento que desgarraba y sanaba, que llamaba al silencio reverente de quienes comprendían que aquello no era un concierto, sino una comunión.
“Veresi” y “Vedestä Vieraantunut” profundizaron el hechizo. En la primera, su canto fue herida y plegaria; en la segunda, un descenso al espejo líquido del alma. Las canciones se movían entre lo ancestral y lo introspectivo, recordando el eco de Kätkyt, su debut, donde el folk y el black metal se funden en una espiritualidad primitiva. “Karsikko” golpeó con fuerza telúrica: la percusión era martillo, la voz, cincel. En “Vakat”, el aire se tensó como antesala de la tormenta, revelando la calma implacable del norte. Luego, “Kivutar” y “Ruska” fueron estaciones de un mismo ciclo: el dolor hecho canto, la muerte convertida en fuego otoñal. El público se balanceaba como ramas al viento, hechizado por la belleza del sacrificio sonoro.
El tramo final alcanzó un nivel casi místico. “Suruhymni” y “Koti” descendieron hacia la raíz de la tierra, donde la memoria y el origen se funden; mientras que “Kansojen kaipuu” y “Tuonen joki” abrieron el tránsito hacia el más allá, con el público convertido en tripulación de sombras navegando por el río de la muerte. El cierre con “Marras”, “Kaipaus” y la desgarradora “Pimeä polku” fue una purificación total: Vermilia, sola bajo un haz de luz, pronunció su conjuro final. Su voz, entre humana y divina, ofreció redención en la oscuridad.
Al salir de la sala, la ciudad parecía distinta. El aire, más frío, llevaba consigo el eco de dos ceremonias complementarias: la teatral oscuridad de Mater Tenebrarum y la espiritual inmensidad de Vermilia. Habíamos sido testigos de un mismo mito contado con lenguajes distintos —uno gótico, otro nórdico—, unidos por una misma fuerza ancestral. Más que un concierto, fue una noche de comunión entre el cuerpo, la sombra y la fe en la música como rito. Barcelona, por unas horas, se convirtió en un templo donde la oscuridad brilló con una luz sagrada.













