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Después de un día sumergido en la brutalidad sonora, el tercer día del festival Copenhell amaneció con la promesa de una tregua. Algo así como el amanecer después de una tormenta eléctrica. Rival Sons emergieron como la calma después del caos, sus mágicas melodías vocales y las finas sutilezas guitarrísticas flotando en el aire, como si un susurro se deslizara a través del metal afilado. Pensé, ingenuamente, que este sería el concierto con menos posibilidades de mosh en todo el festival. Me equivoqué. Apenas giré la vista, ahí estaba, una señora surfeando entre el público, su figura oscilante en el aire, etílicamente alegre y con una energía que habría avergonzado a cualquier adolescente. Las canciones de Rival Sons fueron una sinfonía encantadora: “Mirrors”, “Nobody Wants to Die”, “Tied Up”, y una tras otra, nos envolvieron en una atmósfera casi etérea, solo para ser desafiada por la energía de los fanáticos.
Y luego, como un salto de un sueño a una pesadilla, Insanity Alert tomó el escenario. Este era un espectáculo donde la diversión y la polémica se entrelazaban en una danza frenética. El sentido del humor negro del vocalista, a veces bordeando lo inapropiado, era tan afilado como un cuchillo. Comentarios provocadores sobre cierto dictador austríaco que solía pintar cuadros revoloteaban en el aire mientras la banda destrozaba nuestros sentidos con “Pact With Satan”, “I Come / I Fuck Shit Up / I Leave”, y “Moshemian Thrashody”. Cada riff era una ráfaga, cada golpe una explosión. La locura culminó con “Run to the Pit”, y para entonces, cualquier resquicio de cordura se había evaporado en el mosh.
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El sol aún no había decidido si quedarse o esconderse cuando Kerry King, el titán ex-Slayer, asumió el trono del escenario principal. Acompañado por un equipo de músicos de primera categoría y máquinas que lanzaban llamaradas, el espectáculo fue un infierno visual. Sin embargo, el propio King, el hombre cuyo nombre llevaba el proyecto, no logró mantener la perfección. Algunos ceños fruncidos entre la multitud sugirieron que hasta los dioses del metal pueden tambalear. Nos lanzó un arsenal con “Where I Reign”, “Trophies of the Tyrant”, y éxitos de Slayer como “Disciple” y “Raining Blood”. Para cuando llegó “From Hell I Rise”, nos sentíamos como si hubiéramos sobrevivido a un bombardeo de riffs y fuego.
Luego, Madball irrumpió en escena con la energía indomable de Nueva York. Freddy Cricien, imparable como un tren desbocado, recorrió el escenario sin descanso. Su contagiosa energía se extendió por el público como un virus en pleno apogeo. Canciones como “Heavenhell”, “Can’t Stop, Won’t Stop” y “Set It Off” fueron golpes de adrenalina pura. La multitud no tuvo otra opción que moverse, gritar, vivir cada segundo del punk hardcore que Madball desplegaba con una precisión implacable.
La transformación llegó con los Dropkick Murphys, quienes convirtieron Copenhell en una fiesta irlandesa. La mezcla de banjos, acordeones y guitarras acústicas era el equivalente sonoro de un trago de whisky irlandés: fuerte, cálido, y ligeramente embriagador. “The Boys Are Back”, “Johnny, I Hardly Knew Ya”, y “Rose Tattoo” hicieron que hasta el más endurecido fan del metal quisiera bailar un jig. Con “The Irish Rover”, Copenhell se convirtió en una taberna irlandesa desbordante de energía y alegría.
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Harms Way, los musculosos de Chicago que cancelaron el año pasado, finalmente subieron al escenario. Sin embargo, más allá de los cuerpos cincelados del gimnasio, poco destacaron. Una fuerza bruta sin mucho brillo en el fondo.
Slaughter to Prevail, con su fama de redes sociales y su líder Alex Terrible, famoso por sus guturales profundos (y sus videos en TikTok), nos llevó a un viaje a través del caos ruso. Pero la magia digital no siempre se traduce en realidad. A pesar de los guturales potentes en “Bonebreaker” y “Baba Yaga”, el intento de Alex por cantar melódico en vivo fue, como mínimo, cuestionable. El cover de “Du hast” de Rammstein no ayudó a redimirlos.
Y entonces llegó Machine Head. Con ellos, despedí mis cejas, únicas sobrevivientes de mi cabeza. Robb Flynn salió con la furia de mil tormentas, y el escenario se convirtió en una arena de fuego y sonido. “Imperium”, “Ten Ton Hammer”, y “Locust” fueron martillazos sobre el yunque de nuestros tímpanos. El fuego, cuidadosamente colocado, no causó accidentes, pero nos recordó el calor del infierno en cada estallido. “Davidian” y “Halo” cerraron la noche con un crescendo de metal puro. Copenhell día tres terminó, no con un suspiro, sino con una explosión que dejó a todos anhelando más.
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Después de un día sumergido en la brutalidad sonora, el tercer día del festival Copenhell amaneció con la promesa de una tregua. Algo así como el amanecer después de una tormenta eléctrica. Rival Sons emergieron como la calma después del caos, sus mágicas melodías vocales y las finas sutilezas guitarrísticas flotando en el aire, como si un susurro se deslizara a través del metal afilado. Pensé, ingenuamente, que este sería el concierto con menos posibilidades de mosh en todo el festival. Me equivoqué. Apenas giré la vista, ahí estaba, una señora surfeando entre el público, su figura oscilante en el aire, etílicamente alegre y con una energía que habría avergonzado a cualquier adolescente. Las canciones de Rival Sons fueron una sinfonía encantadora: “Mirrors”, “Nobody Wants to Die”, “Tied Up”, y una tras otra, nos envolvieron en una atmósfera casi etérea, solo para ser desafiada por la energía de los fanáticos.
Y luego, como un salto de un sueño a una pesadilla, Insanity Alert tomó el escenario. Este era un espectáculo donde la diversión y la polémica se entrelazaban en una danza frenética. El sentido del humor negro del vocalista, a veces bordeando lo inapropiado, era tan afilado como un cuchillo. Comentarios provocadores sobre cierto dictador austríaco que solía pintar cuadros revoloteaban en el aire mientras la banda destrozaba nuestros sentidos con “Pact With Satan”, “I Come / I Fuck Shit Up / I Leave”, y “Moshemian Thrashody”. Cada riff era una ráfaga, cada golpe una explosión. La locura culminó con “Run to the Pit”, y para entonces, cualquier resquicio de cordura se había evaporado en el mosh.
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Luego, Madball irrumpió en escena con la energía indomable de Nueva York. Freddy Cricien, imparable como un tren desbocado, recorrió el escenario sin descanso. Su contagiosa energía se extendió por el público como un virus en pleno apogeo. Canciones como “Heavenhell”, “Can’t Stop, Won’t Stop” y “Set It Off” fueron golpes de adrenalina pura. La multitud no tuvo otra opción que moverse, gritar, vivir cada segundo del punk hardcore que Madball desplegaba con una precisión implacable.
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Slaughter to Prevail, con su fama de redes sociales y su líder Alex Terrible, famoso por sus guturales profundos (y sus videos en TikTok), nos llevó a un viaje a través del caos ruso. Pero la magia digital no siempre se traduce en realidad. A pesar de los guturales potentes en “Bonebreaker” y “Baba Yaga”, el intento de Alex por cantar melódico en vivo fue, como mínimo, cuestionable. El cover de “Du hast” de Rammstein no ayudó a redimirlos.
Y entonces llegó Machine Head. Con ellos, despedí mis cejas, únicas sobrevivientes de mi cabeza. Robb Flynn salió con la furia de mil tormentas, y el escenario se convirtió en una arena de fuego y sonido. “Imperium”, “Ten Ton Hammer”, y “Locust” fueron martillazos sobre el yunque de nuestros tímpanos. El fuego, cuidadosamente colocado, no causó accidentes, pero nos recordó el calor del infierno en cada estallido. “Davidian” y “Halo” cerraron la noche con un crescendo de metal puro. Copenhell día tres terminó, no con un suspiro, sino con una explosión que dejó a todos anhelando más.
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