


Foto de Portada: CuervoDeth (Gentileza Metal-Argento)
Hay noches que uno sabe, incluso antes de que empiecen, que van a dejar una marca. No hace falta que alguien lo diga: se percibe en los silencios, en la forma en que la gente se acomoda en la fila, en las miradas cómplices de los que entienden lo que está por venir. Esa noche en Uniclub tenía ese aire especial. Se respiraba historia, peso, memoria. No era solo otro recital; era la oportunidad de ver a No Demuestra Interés o simplemente N.D.I., una banda que definió una época, volver a poner en movimiento un disco que se volvió leyenda. Pronto, el pasado y el presente se iban a encontrar de frente, en un estallido que solo el hardcore puede explicar.
El reloj marcaba las nueve y media cuando las luces comenzaron a bajar, y con ellas la expectativa se transformó en silencio. Pero antes de que todo explotara, hubo una banda que plantó bandera sin pedir permiso. Juvenilia abrió la noche con un set preciso, elegante, sin exageraciones. Desde los primeros acordes se sintió esa mezcla de post-rock con matices góticos que emanaban melancolía.
Las guitarras se entrelazaban con un pulso hipnótico y la voz de Danie —cálida, envolvente— le daba un sentido emocional a cada tema. Con un sonido impecable y un repertorio que combinó canciones nuevas con otras de su discografía, Juvenilia logró algo difícil: captar la atención sin gritos ni estridencias. Cuando terminaron, no solo se habían ganado algunos aplausos sinceros, sino también algunos nuevos seguidores.
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Luego de una espera de más de media hora, la musicalización de la sala mantenía el clima, como si todos supieran que lo que venía necesitaba su propio silencio antes de estallar. De a poco, el murmullo se fue apagando. Los paneles del telón se corrieron y ahí estaban: No Demuestra Interés, de pie, en el pequeño escenario de Uniclub. La banda que había marcado una época en el hardcore porteño estaba lista para revivir aquel disco que lo cambió todo, “Mensaje No Preciso de Imagen“. Lanzado en 1995, ese álbum fue un punto de quiebre, una forma de decir que las reglas podían romperse sin perder el corazón del género. Treinta años después, estaban ahí para rendirle homenaje, tocándolo de principio a fin, tal como fue concebido.
Adrián Outeda, en el centro, manejaba la situación con la experiencia de quien sabe leer la energía del público. Entre tema y tema pedía cuidado, saludaba a viejos amigos, respeto y atención hacia quienes estaban en muletas o sillas de ruedas. Lo hacía sin solemnidad, con ese tono firme y empático que se gana en años de escenario y de calle. Era un show de celebración, pero también de memoria. Había mucho respeto flotando en el aire, una hermandad invisible que unía a todos los presentes.
Luego de la ejecución de aquel disco disruptivo —en el que la gente cantó, gritó y hasta pogueó con temas de revoluciones tan bajas que hasta podrían considerarse cercanas al stoner—, los músicos se retiraron del escenario bajo una lluvia de aplausos. Tan solo un par de minutos después, llegó un set rápido y potente, de esos que invitan a revolear la cabeza. Había algo de ritual en todo eso, la forma en que los más grandes —los que vivieron los años dorados de la BAHC— miraban a su alrededor, reconociendo caras, cicatrices, gestos de juventud en otros cuerpos más gastados. El sonido no fue perfecto, algunos acoples, un eco molesto en la voz de Adrián que por momentos se mezclaba con la pared de ruido. Pero en ese contexto, esos errores parecían hasta necesarios, como si fueran parte de la textura real del momento, recordando que el hardcore siempre fue eso, imperfecto, visceral y humano.
El público era un mosaico, tatuajes con historia, remeras gastadas de viejas bandas, skaters de los noventa que ahora miraban los pogos desde el fondo con una cerveza en la mano, algún borrachito que se lanzaba sin ritmo, y varios jóvenes que habían nacido mucho después del disco y lo vivían con la misma intensidad. El pit no se detenía; los cuerpos volaban sobre las cabezas en un incesante ir y venir de stage divings. En uno de esos saltos, alguien golpeó sin querer al cantante, lo que generó un breve momento de tensión. Pero todo volvió a su cauce enseguida. La energía, aunque desbordada, tenía su propio código de respeto.
La banda sonó ajustada, firme, con una energía que no acusaba el paso del tiempo mientras el repertorio avanzaba con precisión y cada canción era un ladrillo de memoria. “Ceguera Juvenil”, “Fé” fueron dos mazazos de esos que te hacen cantar a viva voz pero cuando llegó el turno de “No Demuestra Interés”, el clásico que da nombre al grupo, la sala entera se movía como una sola entidad. Fue un momento catártico, de esos que uno guarda en la memoria sin necesidad de fotos ni videos. Para el final eligieron “Que todo sea para bien” despidiendo una jornada mágica.
Ubicado desde un rincón observaba todo, intentando registrar los detalles, las luces temblando sobre los rostros sudados, el olor del aire, los gritos que se mezclaban con los coros, los abrazos entre desconocidos. No se trataba solo de una banda tocando su disco, era un fragmento de historia repitiéndose frente a mis ojos. Y ahí entendí algo que quizás muchos también sintieron, el hardcore nunca fue una cuestión de edad o de época, sino de pertenencia.
Esa noche no la viví solo como cronista. La viví como fan, como ese pibe que a los quince años descubría bandas que le cambiaban la forma de mirar el mundo. Hoy, con canas en la barba, ojeras que pesan más que los años y una panza que acusa el paso del tiempo, volví a sentir esa misma electricidad. N.D.I sigue siendo una banda que golpea donde duele, que conmueve sin discursos, que demuestra —una vez más— que el hardcore no envejece: madura, se transforma, pero nunca pierde el pulso. Y esa noche en Uniclub, el mensaje volvió a quedar claro: la llama sigue encendida.
Etiquetas: BAHC, Hardcore, Juvenilia, N.D.I., No Demuestra Interés, Post Punk


Foto de Portada: CuervoDeth (Gentileza Metal-Argento)
Hay noches que uno sabe, incluso antes de que empiecen, que van a dejar una marca. No hace falta que alguien lo diga: se percibe en los silencios, en la forma en que la gente se acomoda en la fila, en las miradas cómplices de los que entienden lo que está por venir. Esa noche en Uniclub tenía ese aire especial. Se respiraba historia, peso, memoria. No era solo otro recital; era la oportunidad de ver a No Demuestra Interés o simplemente N.D.I., una banda que definió una época, volver a poner en movimiento un disco que se volvió leyenda. Pronto, el pasado y el presente se iban a encontrar de frente, en un estallido que solo el hardcore puede explicar.
El reloj marcaba las nueve y media cuando las luces comenzaron a bajar, y con ellas la expectativa se transformó en silencio. Pero antes de que todo explotara, hubo una banda que plantó bandera sin pedir permiso. Juvenilia abrió la noche con un set preciso, elegante, sin exageraciones. Desde los primeros acordes se sintió esa mezcla de post-rock con matices góticos que emanaban melancolía.
Las guitarras se entrelazaban con un pulso hipnótico y la voz de Danie —cálida, envolvente— le daba un sentido emocional a cada tema. Con un sonido impecable y un repertorio que combinó canciones nuevas con otras de su discografía, Juvenilia logró algo difícil: captar la atención sin gritos ni estridencias. Cuando terminaron, no solo se habían ganado algunos aplausos sinceros, sino también algunos nuevos seguidores.
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Luego de una espera de más de media hora, la musicalización de la sala mantenía el clima, como si todos supieran que lo que venía necesitaba su propio silencio antes de estallar. De a poco, el murmullo se fue apagando. Los paneles del telón se corrieron y ahí estaban: No Demuestra Interés, de pie, en el pequeño escenario de Uniclub. La banda que había marcado una época en el hardcore porteño estaba lista para revivir aquel disco que lo cambió todo, “Mensaje No Preciso de Imagen“. Lanzado en 1995, ese álbum fue un punto de quiebre, una forma de decir que las reglas podían romperse sin perder el corazón del género. Treinta años después, estaban ahí para rendirle homenaje, tocándolo de principio a fin, tal como fue concebido.
Adrián Outeda, en el centro, manejaba la situación con la experiencia de quien sabe leer la energía del público. Entre tema y tema pedía cuidado, saludaba a viejos amigos, respeto y atención hacia quienes estaban en muletas o sillas de ruedas. Lo hacía sin solemnidad, con ese tono firme y empático que se gana en años de escenario y de calle. Era un show de celebración, pero también de memoria. Había mucho respeto flotando en el aire, una hermandad invisible que unía a todos los presentes.
Luego de la ejecución de aquel disco disruptivo —en el que la gente cantó, gritó y hasta pogueó con temas de revoluciones tan bajas que hasta podrían considerarse cercanas al stoner—, los músicos se retiraron del escenario bajo una lluvia de aplausos. Tan solo un par de minutos después, llegó un set rápido y potente, de esos que invitan a revolear la cabeza. Había algo de ritual en todo eso, la forma en que los más grandes —los que vivieron los años dorados de la BAHC— miraban a su alrededor, reconociendo caras, cicatrices, gestos de juventud en otros cuerpos más gastados. El sonido no fue perfecto, algunos acoples, un eco molesto en la voz de Adrián que por momentos se mezclaba con la pared de ruido. Pero en ese contexto, esos errores parecían hasta necesarios, como si fueran parte de la textura real del momento, recordando que el hardcore siempre fue eso, imperfecto, visceral y humano.
El público era un mosaico, tatuajes con historia, remeras gastadas de viejas bandas, skaters de los noventa que ahora miraban los pogos desde el fondo con una cerveza en la mano, algún borrachito que se lanzaba sin ritmo, y varios jóvenes que habían nacido mucho después del disco y lo vivían con la misma intensidad. El pit no se detenía; los cuerpos volaban sobre las cabezas en un incesante ir y venir de stage divings. En uno de esos saltos, alguien golpeó sin querer al cantante, lo que generó un breve momento de tensión. Pero todo volvió a su cauce enseguida. La energía, aunque desbordada, tenía su propio código de respeto.
La banda sonó ajustada, firme, con una energía que no acusaba el paso del tiempo mientras el repertorio avanzaba con precisión y cada canción era un ladrillo de memoria. “Ceguera Juvenil”, “Fé” fueron dos mazazos de esos que te hacen cantar a viva voz pero cuando llegó el turno de “No Demuestra Interés”, el clásico que da nombre al grupo, la sala entera se movía como una sola entidad. Fue un momento catártico, de esos que uno guarda en la memoria sin necesidad de fotos ni videos. Para el final eligieron “Que todo sea para bien” despidiendo una jornada mágica.
Ubicado desde un rincón observaba todo, intentando registrar los detalles, las luces temblando sobre los rostros sudados, el olor del aire, los gritos que se mezclaban con los coros, los abrazos entre desconocidos. No se trataba solo de una banda tocando su disco, era un fragmento de historia repitiéndose frente a mis ojos. Y ahí entendí algo que quizás muchos también sintieron, el hardcore nunca fue una cuestión de edad o de época, sino de pertenencia.
Esa noche no la viví solo como cronista. La viví como fan, como ese pibe que a los quince años descubría bandas que le cambiaban la forma de mirar el mundo. Hoy, con canas en la barba, ojeras que pesan más que los años y una panza que acusa el paso del tiempo, volví a sentir esa misma electricidad. N.D.I sigue siendo una banda que golpea donde duele, que conmueve sin discursos, que demuestra —una vez más— que el hardcore no envejece: madura, se transforma, pero nunca pierde el pulso. Y esa noche en Uniclub, el mensaje volvió a quedar claro: la llama sigue encendida.
Etiquetas: BAHC, Hardcore, Juvenilia, N.D.I., No Demuestra Interés, Post Punk




