


La música no es simple entretenimiento para bailar y moverse. Esto va en contra de la tendencia actual, en la que todo parece necesitar ritmo para generar movimiento y sensaciones efímeras de placer. Ese enfoque produce una música vacía y carente de contenido, que no hace justicia al poder real del arte sonoro. Cuando se usa como canal de comunicación, permite transmitir pensamientos y emociones, generando una conexión profunda con el oyente. Esa conexión logra que, al relacionarse con la obra, encuentre compañía y un mensaje que le sirva.
Esto es precisamente lo que buscan los belgas de Amenra. Y la pasada noche del 18 de noviembre, en la hermosa sala Vega, fuimos testigos del ritual que presentan.
Lo primero en llamar la atención fue el enorme puesto de merch con el que contaban y lo accesibles que eran los precios en comparación con otros grupos. Había desde elementos habituales, como una gran variedad de remeras, CDs y vinilos. Incluyendo parches y pines con diseños muy únicos y personales. Lo más llamativo es que también ofrecían productos menos comunes, como un pedal de guitarra personalizado, anillos, aretes e incluso un rosario con el logo del grupo.
En lo musical, la velada fue abierta por Youniss, un proyecto solista en el que el único músico generaba capas de sonido con la guitarra y cantaba sobre pistas. La propuesta fue bastante experimental, pasando de ritmos cercanos al hip hop a otros más oscuros. La guitarra adornaba la base con ruidos extraños y amorfos, sin demasiada coherencia, mientras que la voz alternaba entre partes rapeadas y otras más melódicas y pop. Una propuesta curiosa que sirvió para que la gente se acomodara y se preparara para la avalancha de energía que vendría luego.
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Tras media hora de espera, las luces se apagaron mientras el humo envolvía todo el escenario. Una tenue luz apareció en la pantalla de fondo y se transformó en el logo del grupo. Los músicos entraron a escena y, tras un breve silencio, los golpes que dan inicio a “Boden” comenzaron a sonar, desarrollando la extensa introducción hasta culminar en una explosión de violencia imparable.
Su propuesta es lenta y monótona, sin velocidad, pero con una contundencia y pesadez envidiables. Estos pasajes se alternan con momentos de calma que funcionan como respiro entre tanta distorsión.
La comunicación con el público es inexistente. El grupo se concentra en tocar de forma precisa y moverse al ritmo de la música. No buscan provocar agite. Como han declarado, ellos no están para entretener: están para llevar al espectador a un viaje oscuro y agotador por lo más profundo de su corazón.
Los músicos son iluminados por un juego de luces blancas excelente, compuesto únicamente por luces traseras. De frente, solo reciben la leve iluminación del proyector, lo cual impide ver del todo sus rostros y deja principalmente sus siluetas. Las proyecciones de fondo muestran imágenes inquietantes, todas muy llamativas y diseñadas para provocar emociones diversas, como tristeza, ternura o incomodidad.
El centro de todas las miradas es el vocalista, Colin H. Van Eeckhout, quien tiene una presencia escénica poderosa y peculiar. Canta de espaldas al público, moviéndose constantemente y retorciéndose, transmitiendo muchísimo sentimiento con su voz y sus movimientos enfermizos. Los escasos momentos en los que canta de frente lo hace para añadir dramatismo a la interpretación. Cada vez que muestra su cara, lo hace bajo alguna particularidad que vuelve ese instante único.
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Si bien todo el show fue una constante de excelencia y energía, los momentos más celebrados fueron los finales. Primero, la hermosa y devastadora “A Solitary Reign”, donde se vio a varios asistentes llorar de la emoción. Luego, “.Am Kreuz.”, donde la flamante bajista Amy Tung Barrysmith hizo uso de su voz dulce y hermosa, que contrasta con los gritos desgarradores de Colin. Y, por último, el gran cierre con “Diaken”, una canción extensa y emocionalmente brutal, con una letra que habla sobre el fracaso y sobre cómo recordar el pasado calma la pena, pero que al abrir los ojos la soledad vuelve a acechar. En las últimas frases, el cantante retuerce su brazo formando una especie de garra —símbolo del grupo—, llevando al límite la capacidad motriz de su extremidad. La canción finaliza de golpe y, con ella, Amenra abandona el escenario dejando una frase motivadora en la pantalla.
Con un sonido perfecto, Amenra no brindó un simple espectáculo. Ofreció un viaje espiritual turbulento hacia las profundidades del dolor, mirándolo de frente y abrazándolo. Lograron que, al final de la presentación, muchos se retiraran con un peso menos encima. O, por qué no, con el entendimiento de que para sanar hay que enfrentar, transitar y dominar el sufrimiento, no esconderlo bajo la alfombra. Ese es, al fin y al cabo, el mensaje que intenta transmitir el grupo con su arte.




La música no es simple entretenimiento para bailar y moverse. Esto va en contra de la tendencia actual, en la que todo parece necesitar ritmo para generar movimiento y sensaciones efímeras de placer. Ese enfoque produce una música vacía y carente de contenido, que no hace justicia al poder real del arte sonoro. Cuando se usa como canal de comunicación, permite transmitir pensamientos y emociones, generando una conexión profunda con el oyente. Esa conexión logra que, al relacionarse con la obra, encuentre compañía y un mensaje que le sirva.
Esto es precisamente lo que buscan los belgas de Amenra. Y la pasada noche del 18 de noviembre, en la hermosa sala Vega, fuimos testigos del ritual que presentan.
Lo primero en llamar la atención fue el enorme puesto de merch con el que contaban y lo accesibles que eran los precios en comparación con otros grupos. Había desde elementos habituales, como una gran variedad de remeras, CDs y vinilos. Incluyendo parches y pines con diseños muy únicos y personales. Lo más llamativo es que también ofrecían productos menos comunes, como un pedal de guitarra personalizado, anillos, aretes e incluso un rosario con el logo del grupo.
En lo musical, la velada fue abierta por Youniss, un proyecto solista en el que el único músico generaba capas de sonido con la guitarra y cantaba sobre pistas. La propuesta fue bastante experimental, pasando de ritmos cercanos al hip hop a otros más oscuros. La guitarra adornaba la base con ruidos extraños y amorfos, sin demasiada coherencia, mientras que la voz alternaba entre partes rapeadas y otras más melódicas y pop. Una propuesta curiosa que sirvió para que la gente se acomodara y se preparara para la avalancha de energía que vendría luego.
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Tras media hora de espera, las luces se apagaron mientras el humo envolvía todo el escenario. Una tenue luz apareció en la pantalla de fondo y se transformó en el logo del grupo. Los músicos entraron a escena y, tras un breve silencio, los golpes que dan inicio a “Boden” comenzaron a sonar, desarrollando la extensa introducción hasta culminar en una explosión de violencia imparable.
Su propuesta es lenta y monótona, sin velocidad, pero con una contundencia y pesadez envidiables. Estos pasajes se alternan con momentos de calma que funcionan como respiro entre tanta distorsión.
La comunicación con el público es inexistente. El grupo se concentra en tocar de forma precisa y moverse al ritmo de la música. No buscan provocar agite. Como han declarado, ellos no están para entretener: están para llevar al espectador a un viaje oscuro y agotador por lo más profundo de su corazón.
Los músicos son iluminados por un juego de luces blancas excelente, compuesto únicamente por luces traseras. De frente, solo reciben la leve iluminación del proyector, lo cual impide ver del todo sus rostros y deja principalmente sus siluetas. Las proyecciones de fondo muestran imágenes inquietantes, todas muy llamativas y diseñadas para provocar emociones diversas, como tristeza, ternura o incomodidad.
El centro de todas las miradas es el vocalista, Colin H. Van Eeckhout, quien tiene una presencia escénica poderosa y peculiar. Canta de espaldas al público, moviéndose constantemente y retorciéndose, transmitiendo muchísimo sentimiento con su voz y sus movimientos enfermizos. Los escasos momentos en los que canta de frente lo hace para añadir dramatismo a la interpretación. Cada vez que muestra su cara, lo hace bajo alguna particularidad que vuelve ese instante único.
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Si bien todo el show fue una constante de excelencia y energía, los momentos más celebrados fueron los finales. Primero, la hermosa y devastadora “A Solitary Reign”, donde se vio a varios asistentes llorar de la emoción. Luego, “.Am Kreuz.”, donde la flamante bajista Amy Tung Barrysmith hizo uso de su voz dulce y hermosa, que contrasta con los gritos desgarradores de Colin. Y, por último, el gran cierre con “Diaken”, una canción extensa y emocionalmente brutal, con una letra que habla sobre el fracaso y sobre cómo recordar el pasado calma la pena, pero que al abrir los ojos la soledad vuelve a acechar. En las últimas frases, el cantante retuerce su brazo formando una especie de garra —símbolo del grupo—, llevando al límite la capacidad motriz de su extremidad. La canción finaliza de golpe y, con ella, Amenra abandona el escenario dejando una frase motivadora en la pantalla.
Con un sonido perfecto, Amenra no brindó un simple espectáculo. Ofreció un viaje espiritual turbulento hacia las profundidades del dolor, mirándolo de frente y abrazándolo. Lograron que, al final de la presentación, muchos se retiraran con un peso menos encima. O, por qué no, con el entendimiento de que para sanar hay que enfrentar, transitar y dominar el sufrimiento, no esconderlo bajo la alfombra. Ese es, al fin y al cabo, el mensaje que intenta transmitir el grupo con su arte.

















