


Una noche gélida de casi invierno en Copenhague encontró refugio en el calor eléctrico de Amager Bio. En esa sala, con su historia de conciertos legendarios y su acústica impecable, el ritual del rock volvió a cobrar sentido. Elder y All Them Witches compartieron escenario en una velada que trascendió la temperatura, el idioma y las palabras. Fue una comunión de sonido, precisión y trance sonoro: dos bandas distintas pero hermanadas por una misma búsqueda, esa que transforma la distorsión en una experiencia casi espiritual.
Elder abrió la noche y lo hizo con todo: un set breve pero demoledor de cuatro canciones “In Procession“, “Thousand Hands“, “Catastasis“ y “Gemini” que bastaron para dejar al público hipnotizado. Desde los primeros acordes, la banda de Massachusetts (ahora radicada en Berlín) desplegó ese equilibrio tan característico entre el poder del stoner rock y la complejidad del rock progresivo. Cada tema fue una construcción meticulosa de riffs densos, pasajes atmosféricos y una batería que marcaba el pulso con peso, como si el ritmo naciera desde el suelo mismo. Elder suena como una máquina precisa pero orgánica, con guitarras que abren portales y bajos que arrastran el cuerpo hacia el centro de la tierra. Su sonido en vivo es monumental, con capas que se expanden hasta llenar cada rincón del recinto. No hubo necesidad de presentaciones ni discursos: las notas lo dijeron todo, y el público lo entendió perfectamente.
La energía de Elder fue tan compacta que pareció extenderse más allá del escenario. Las luces, cambiando entre tonos rojos y violetas, acentuaban la sensación de estar dentro de un viaje cósmico. Cada transición era medida, cada crescendo una ola que golpeaba con elegancia. Cuando “Gemini” cerró el set, el aplauso fue más que un gesto de aprobación: fue el reconocimiento a una banda que ya no suena como una promesa, sino como una certeza dentro de la escena pesada contemporánea.
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Y cuando el eco del último acorde se desvaneció, el escenario quedó preparado para el viaje más introspectivo de la noche. All Them Witches tomó el relevo con su mezcla única de psicodelia sureña, blues oscuro y rock experimental. Los de Nashville no necesitan grandes gestos ni comunicación verbal; su conexión con el público pasa directamente por el sonido. Apenas unos acordes, y el clima del lugar cambia por completo. Tocaron durante más de una hora y media, recorriendo canciones como “Diamond“, “Enemy of My Enemy“ y “The Marriage of Coyote Woman“, además de presentar tres temas nuevos que adelantan la dirección de su próximo disco. Fue un show contenido pero cargado de tensión, con dinámicas que pasaban de la calma flotante a explosiones de sonido que estremecían las paredes del recinto.
Ver a All Them Witches en vivo es presenciar un equilibrio perfecto entre lo espiritual y lo terrenal. Charles Michael Parks Jr., con su bajo y voz profunda, sostiene el eje emocional del grupo; Ben McLeod despliega la guitarra con precisión quirúrgica, entre lo sucio y lo etéreo; y la batería parece guiar un ritual, marcando tiempos que no pertenecen a un simple compás, sino a un estado mental. En medio de esas corrientes, el tecladista y violinista Allan Van Cleave se mueve con libertad absoluta, aportando atmósferas, melodías y matices que elevan cada tema. Sus solos, ya sea desde el teclado, el Rhodes o el violín, abren grietas de luz dentro de la densidad, momentos de pura emoción que convierten cada canción en una experiencia distinta. Es él quien a veces da ese toque cinematográfico, ese respiro místico que transforma la distorsión en algo casi poético.
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El público, diverso y atento, se entregó sin interrupciones. No hubo pogo ni gritos innecesarios: solo una audiencia que entendía que lo que estaba sucediendo frente a ellos era una sesión de rock con alma, no un espectáculo prefabricado. Entre canción y canción, el silencio era casi reverencial, roto apenas por algún grito aislado o un suspiro colectivo antes del siguiente viaje sonoro.
La combinación de Elder y All Them Witches fue casi perfecta: dos visiones distintas del rock pesado y atmosférico, unidas por la búsqueda de profundidad y autenticidad. Elder golpeó primero con músculo, con riffs monumentales y una energía casi tectónica. All Them Witches respondió desde otro plano, construyendo paisajes mentales y emocionales, uniendo blues, psicodelia y oscuridad con una naturalidad asombrosa. En un viernes de frío cortante, dentro de Amager Bio el aire se volvió denso, vibrante y cálido, lleno de guitarras que parecían hablar un idioma propio.
Fue una noche en la que las palabras sobraban y el silencio entre canciones era apenas una respiración antes del siguiente viaje. Dos bandas, dos filosofías, un mismo pulso: el del rock que no busca agradar, sino transportarte. Una cita que quedará grabada no solo por la música, sino por esa sensación tan rara hoy de estar presente en algo auténtico, honesto y profundamente humano.


Es increíble pensar en el paso del tiempo, y ver como nuestra percepción de este, a veces suele ser totalmente opuesta. Muchas veces cuando uno está en el trabajo, siente que las horas no pasan, y que las agujas del reloj no avanzan más. Lo mismo sucede en otros ámbitos como el colegio, un hospital o hasta en una fiesta. Pero también sucede que con el correr de los días, las semanas, e incluso los meses, ciertos acontecimientos que parece que sucedieron recientemente, van acumulando sus años. Y van quedando lejanos en el tiempo. Eso mismo sucede con la muerte de nuestro querido Edward Lodewijk Van Halen, mejor conocido como Eddie Van Halen.
Para algunos seguirá siendo un golpe al alma, pero lo cierto es que ya pasaron 5 años desde la trágica noticia de su fallecimiento, aquel fatídico 6 de octubre del 2020.
De este modo, con motivo de conmemoración y homenaje al enorme guitarrista es que se celebró el 5150 Festival 2025 el pasado viernes 10 de octubre en Galpón B, en lo que fue noche llena rock y fiesta.
Y es que la velada empezó minutos antes de las 21:30, con la presentación de Balles, quienes tuvieron un arranque muy potente y contundente a puro hard rock. Tanto, que se escuchaba excesivamente fuerte incluso estando en el fondo. Afortunadamente, pese a la potencia del sonido se apreciaba la nitidez de las guitarras y se distinguían las notas y acordes. Fue así que el grupo comandado y liderado por su vocalista, Jorge Balles, no perdió el tiempo y con una propuesta muy similar a los Rata Blanca más modernos, puso primera en una sala que lamentablemente, no se hallaba tan llena a esas horas de la noche.
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Luego llegó el turno de La Paez System grupo que ya tuve la oportunidad de ver en enero en aquel mismo escenario, cuando actuaron como teloneros para el show que dio el reconocido bajista Marco Mendoza. Con esto en la cabeza, no pude evitar sentir una especie de deja vu tras verlos, ya que la presentación que dio el grupo en esta oportunidad fue igual de solida que la que habían brindado a comienzos de año. Con unas guitarras enchufadas y explosivas a cargo de Clo Páez, la banda formada por el mismísimo guitarrista y su vocalista, Marco González, no bajó las revoluciones que había dejado Balles y se encargó de sacudir a la audiencia (que ya había aumentado) con un espectáculo de hard rock bien vibrante.
Arrancaron con ni más ni menos que uno de los mayores clásicos de Van Halen, como lo es “You Really Got Me”, pero el tema no fue interpretado por su habitual vocalista, sino que frente al micrófono la que dio voz a los versos de la canción fue la invitada, Mel Giménez. Oriunda de Colombia, la cantante se subió completamente lookeada para la ocasión, con botas, campera de cuero y una actitud que prendió y compró a los presentes en la sala. Tras dos canciones, la cantante se despidió del escenario para darle lugar a Marco, e interpretar algunos temas del grupo como “Enemigo Virtual” o “Eléctrico”. Con mucha energía y potencia, La Paez System completó una actuación muy “electrizante” y con un sonido mucho menos invasivo que el que tuvo Balles.
Tras unos veinte minutos de espera en los que la gente aprovechó para charlar, tomar unas cervecitas y comer algo (yo me incluyo en este último grupo), Neon Rider dijeron presente, en lo que a nivel muy personal, fue la banda que más disfruté en toda la noche. En primer lugar, tengo que reconocer que su propuesta musical me tomó por sorpresa. Luego de dos presentaciones de puro hard rock desenfrenado, yo imaginé que el tono de la noche iba a seguir por esos lados más eléctricos y acelerados. Pero bastante alejado de la realidad, lo que me terminé encontrando al final es con un AOR moderno lleno de melodía y elegancia. Bruno Sangari estuvo a cargo de las voces y desde un primer momento se sintió una presencia muy distinta a las de los anteriores vocalistas. Con un registro más limpio, y una actitud más calmada sobre el escenario, lentamente se fue ganando los aplausos de la gente del lugar. Pero quién sin duda, fue la gran figura del grupo es su guitarrista, Hernan Cattaneo, que soltó un montón de bellas notas y melodías a lo largo de la noche. Con mucha sensibilidad y soltura, tiño la sala con luces de neón. Con un setlist variado con temas de su propia autoría y dos covers (“Burning Hearts” de Survivor y “The Best” de Tina Turner), Neon Riders nos transportó directo a los 80’ e hizo rememorar lo que hacían grupos como “Journey” o “Foreinger”.
Ya para terminar la velada, el flamante violero, Charles Lattuada apareció en escena para despedir la noche y en clara respuesta al nombre del evento, se encargó de rendir un homenaje completo a Van Halen. Desde el vestuario, hasta las guitarras. Y es que si algo no escondió el bueno de Charles, es su extrema fanatismo por la figura de Eddie. Y acompañado por tres cantantes, su repertorio incluyo clásicos de clásicos como “Jump”, “Panama”, o “Hot For Teacher”, entre los tantos que interpretó el guitarrista con su banda.
De esta forma, la fiesta musical culminó definitivamente pasada la 1am, en una noche de feriado la cual se desarrolló sin ningún tipo de demora ni inconveniente para los presentes. A puro rock, cerveza, y evidentemente a puro Van Halen, se vivió el homenaje de uno de los guitarristas más grandes que dio el mundo de la música. Agradecemos a los amigos de Anubis por la invitación y acreditación del evento.
Etiquetas: Balles, Charles Lattuada, eddie van halen, Festival, Hard Rock, la paez system, Neon Rider, rock, Van Halen

Cuando las puertas del Pumpehuset abrieron a las 19:00 la nohe del jueves 16/10, la expectación era palpable. El icónico recinto de Copenhague, conocido por albergar a algunos de los mejores grupos de metal y hardcore de gira por Europa, estaba a punto de presenciar una noche de triple amenaza de metalcore moderno que dejaría al público exhausto, eufórico y con ganas de más. Tres bandas, tres enfoques distintos de la música heavy y una noche inolvidable que demostró por qué la escena metalcore sigue siendo tan vital y visceral como siempre.
La noche arrancó con The Narrator, el telonero encargado de calentar a un público que demostraría estar rebosante de energía. A pesar de ser los primeros en el cartel, la banda abordó su set de media hora con la confianza y la intensidad de veteranos experimentados. Desde el momento en que comenzaron con su primer tema, quedó claro que no sería un telonero cualquiera. La calidad de sonido en Pumpehuset fue excelente desde el principio, permitiendo que cada riff contundente y cada golpe de batería atronador se escucharan con claridad. La banda no perdió tiempo en animar al público y, antes de que terminara su tercera canción, la pista ya se había transformado en un circle pit. La energía era contagiosa, con cuerpos chocando y brazos agitándose en ese hermoso caos que solo el metal en vivo puede producir.
Quizás el momento culminante de su set llegó a mitad de la actuación, cuando el vocalista animó a realizar un wall of death. El público se abrió como el Mar Rojo, dos bandos enfrentados con una agresividad y una emoción apenas contenidas. Cuando llegó el colapso, la colisión fue espectacular: una demostración perfecta del caos controlado que hace que estos espectáculos sean tan especiales. Para un set inaugural de treinta minutos, The Narrator logró justo lo que necesitaba: demostrar que pertenecía a ese escenario y dejar al público preparado para lo que estaba por venir.
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La siguiente banda fue Heart of a Coward. Los británicos subieron al escenario con una agresividad palpable, y desde sus primeras notas, quedó claro que nos esperaba algo especial. Su actuación fue una clase magistral de furia controlada, con un set implacablemente potente que hizo vibrar el recinto. El sonido fue impresionante, permitiendo que el intrincado trabajo de guitarra y sus contundentes breakdowns brillaran sin abrumar las voces. La destreza técnica de la banda estuvo a la vista, pero lo que realmente los distinguió fue su capacidad para canalizar esa habilidad en pura intensidad emocional. El agresivo espectáculo de Heart of a Coward sirvió como el puente perfecto entre los teloneros y los headliners. Demostraron por qué se han ganado su reputación en la escena, ofreciendo una actuación brutal y hermosa a la vez. Para cuando abandonaron el escenario, el recinto estaba listo para el evento principal.
A continuación sería el turno del headliner principal, pero para comprender el impacto de la actuación de Annisokay, vale la pena explorar el recorrido que trajo a este cuarteto alemán a Copenhague. Fundado en 2007 en la pequeña ciudad de Halle, en Sajonia-Anhalt, Alemania, Annisokay se ha forjado una reputación como una de las bandas más cautivadoras del metalcore moderno. El nombre del grupo en sí mismo es un ingenioso guiño a sus influencias musicales, inspirado en la icónica canción de Michael Jackson “Smooth Criminal”, en donde la letra pregunta constantemente en su estribillo: Anni is okay?; de esta manera adoptaron con descaro el nombre de su banda.
La banda ha realizado extensas giras por Europa, el Reino Unido, Japón y Estados Unidos, creando una fiel base de fans internacional. Han compartido escenario con artistas como Parkway Drive, Within Temptation y Electric Callboy, y se han convertido en habituales de los principales festivales de metal europeos. Lo que distingue a Annisokay es su negativa a seguir las tendencias típicas del género, centrándose en crear música que suena inequívocamente a su estilo: pesada, melódica y con una gran carga emocional.
Cuando Annisokay finalmente subió al escenario en Pumpehuset, la expectación que se había generado durante toda la noche llegó a su punto álgido. El cuarteto se lanzó a un ambicioso repertorio de diecisiete canciones que abarcó toda su carrera, incluyendo tanto clásicos como “H.A.T.E.”, “Good Stories”, “Ultraviolet” y material inédito de su nuevo álbum Abyss, The Final Chapter.
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Desde las primeras notas, era evidente que se trataba de una banda en su máximo esplendor. La voz limpia de Wieczorek se impuso a los instrumentales contundentes, proporcionando ese contrapunto melódico esencial a los gritos agresivos de Schwarzer. La interacción entre ambos vocalistas es lo que da a Annisokay su sonido distintivo, y en directo esa dinámica fue aún más potente que en el disco.
La respuesta del público fue extraordinaria. Los fanáticos del metalcore de Copenhague enloquecieron, con headbangings casi sincronizados por momentos. Schwarzer demostró ser un líder excepcional, animando al público entre canciones y creando momentos de auténtica conexión. Su presencia en el escenario era imponente, ya fuera lanzando gritos devastadores o tomándose un momento para expresar su gratitud al público de Copenhague por su energía y apoyo.
La sección rítmica del baterista proporcionó una base absolutamente sólida durante toda la actuación, manteniendo patrones complejos sin perder nunca el ritmo que animaba al público. Las líneas de bajo de Rose añadieron profundidad y textura, avanzando ocasionalmente en la mezcla para crear sus propios ganchos melódicos.
A medida que avanzaba el set, la energía nunca decayó. De hecho, pareció crecer con cada canción sucesiva, alcanzando un in crescendo durante el bis. Para cuando Annisokay tocó sus últimas notas con “STFU”, el recinto estaba absolutamente electrizante.
Al salir de Pumpehuset, el público sentía que había presenciado algo especial. No se trataba simplemente de tres bandas realizando un concierto en una parada nocturna de jueves; era una muestra de todo lo que hace al metal en vivo tan cautivador. Annisokay ofreció justo lo que Copenhague necesitaba en una fría noche de octubre: calor, intensidad y un recordatorio de que el metalcore, bien hecho, sigue siendo uno de los géneros más viscerales y emocionantes de la música moderna.
Fotos: Juan Staffolani
Etiquetas: Annisokay, Copenhague, Heart of a Coward, Metalcore, Pumpehuset, The Narrator


El sábado era uno de los días que más esperábamos, no solo por Molchat Doma como cabezas de cartel, sino porque había mucho mix de estilos y todo apuntaba a una jornada variada y entretenida.
Tuvimos que madrugar bastante para poder ver a una de las bandas que más hype nos había despertado en los últimos años, y más aún después de su último disco. Messa era la encargada de abrir el portón del último día de festival. La formación italiana se mueve por una cordillera donde el doom es la cima, pero tontea con muchos estilos hasta alcanzarla. He de decir que su directo me dejó un poco tibio, quizá por mi poca predisposición con tanto calor a la hora de la sobremesa. El sonido no me convenció del todo: demasiado solo de guitarra por encima de lo esperado. Tal vez el último disco me había dejado un poso más oscurito, y en directo no percibí lo mismo. Aun así, es una banda con mucho futuro a la que no le quitaré el ojo de encima.
De Messa a Monolord se me hizo un poco cuesta arriba, quizá porque eran bandas que ya había visto anteriormente sin demasiadas ganas y porque, honestamente, solo sus nombres ya me invitan a irme a merendar algo.
Turno para The Atomic Bitchwax, que atesoran, seguramente, las portadas más feas del stoner. Power trío americano con miembros de Monster Magnet, capaces de hacer una canción sobre un solo de guitarra con mucho wah y humo de tubo de escape. Todo el repertorio se movió entre pentatónicas y mucho dadbending. No fallaron ni una: sólidos, compactos, todo en su sitio y una performance como se espera. Me faltó fuego… y dos Ford Ranger haciendo trompos en el pit.
Con un sospechoso olor a gasolina en el ambiente, aún teníamos que enfrentarnos a King Buffalo, que, dependiendo del setlist, pueden tocar cuatro temas o catorce. En este caso, los de Rochester comenzaron con un par de temas de su último álbum, que tiran más al space y que, personalmente, me resultan más divertidos. En “Mercury” la batería te conduce durante todo el tema a base de arreglos de platos muy trabajados y termina en una evocación a Elder verdaderamente interesante. El resto del concierto fue más cercano al stoner clásico, pero con unos timbres diferenciales. Me gusta mucho cómo juegan con los efectos, tanto en voz como en instrumento, y se nota que están totalmente en sintonía.
Después de los neoyorquinos, subieron al escenario Dead Ghosts, que por poco necesitaban tocar en los dos main para caber, porque parecían la tuna por Salamanca. Qué propuesta más chula la de los canadienses. Los había visto hace más de diez años, pero la película era otra. Ahora siguen bebiendo del garage, pero enarbolan partes que provienen del surf, el western, el lo-fi o el folk, haciendo que cada canción suene a peli de Tarantino. Su secreto está en saber cuándo apretar el botón: van con prudencia y no pecan de introducir todos sus elementos a la vez, sino que saben añadir los ingredientes justos para gustar sin empalagar. Después de esta actuación tan satisfactoriamente inesperada, llegaba una de mis “no-puedo-faltar-a-esta-cita”.
Monolord volvían a cruzarse en mi camino desde 2021, cuando firmaron uno de los mejores directos que recuerdo ver en sala post-pandemia. Hacía mucho que no les seguía la pista en foto o vídeo, y me enteré de que el line-up contaba con un miembro más como guitarra de apoyo. Supongo que será algo más de directo que definitivo. El caso es que me sonó todo igual de bien que siempre. Comenzaron con mi favorita, y eso ya me dejó tranquilo. “I’ll Be Damned” abrió para toda Âncora uno de los atardeceres más lentos y bonitos que recuerdo. Una “Empress Rising” coreada al unísono sirvió como cierre perfecto de un concierto perfecto, no sin antes regalarnos un bis a la carta —gritado desde el público— con “The Last Leaf”. Monolord se llevaron el aplauso de la tarde y se marcharon igual de cercanos que siempre, transmitiendo el 100% de lo que tienen dentro. Estoy convencido de que pronto volveremos a disfrutarlos en próximas ediciones.
Sin casi darnos cuenta, llegaba otro de los platos fuertes del sábado en el Main Stage 2. La electrónica volvía a apoderarse del recinto, esta vez gracias a Patriarchy, la banda que nace de la artista multidisciplinar Actually Huizenga. No es casualidad que este proyecto venga de la mano de alguien que escribe, produce y dirige para cine. Su discurso y performance son puramente cinematográficos, caminando por cada canción con un claro inicio, nudo y desenlace, llegando a este de forma muy climática. Lo que propone la banda de Los Ángeles se acerca al dark wave más claro y tranquilo, en la onda de Boy Harsher o Poliça. Sus canciones podrían ser banda sonora de cualquier película de Winding Refn.
Después de dejarnos en un profundo trance, tuvimos que preparar el cuerpo rápidamente para el slot más legendario que íbamos a ver en esta edición.
Circle Jerks, la mítica superbanda procedente de Hermosa Beach, California —con Keith Morris de Black Flag, Greg Hetson de Redd Kross y Joey Castillo, el batería que grabó Era Vulgaris y Lullabies to Paralyze para QOTSA—, venía a entregarnos una hora y media de pura adrenalina que solo pudieron soportar ellos mismos, porque mi cuerpo ya no daba para mucho más. La gente vivió con entusiasmo el circle pit que se desató y se vació hasta más no poder; para muchos, era el último grande del día. Personalmente, tuve que aprovisionarme un poco, porque lo bueno, bueno, venía justo después.
Una de mis bandas favoritas, y desde muy lejos, había llegado para presentar uno de los mejores discos del pasado año. Molchat Doma y su Belaya Polosa irrumpieron en el escenario para regalarnos un largo repertorio donde no faltó nada. Tocaron sus grandes —nuevos y viejos— éxitos con una actitud memorable. En la gélida Minsk no se entiende de frío: lo que hicieron fue transmitir calidez y cercanía a través de sus pasos endiabladamente prohibidos. El power trío, ataviado con sus dos puestos de teclados desde donde lanzan toda la fantasía ochentera, se colgó la guitarra y el bajo para deslizarse por las tablas y convertir el SonicBlast en una pista de baile brutalistamente soviética. Con las caras llenas de purpurina y el rubor típico de no dejar de bailar, sin silencio entre canciones, sabíamos que estábamos cerrando una edición para la historia. Los pies hechos polvo y la espalda pidiendo relevo fueron clara consecuencia de lo bien que disfrutamos durante este broche épico.
Tras la banda bielorrusa, aún pudimos disfrutar de otros dos slots golfos ya entrado el domingo. Primero fueron Castle Rat, banda que ya habíamos visto el miércoles en la pre-party y que se benefició mucho del escenario grande, aunque solo fuera para que el público pudiese apreciar su puesta en escena y lo divertido de su propuesta.
Y por último, nos acercamos a Dopethrone, por llenar expediente y ver a otra banda mítica de nicho que tanto habíamos escuchado en disco. Pude mover el cuello lo justo para que no se desprendiera de mi cuerpo, y espero que nadie tenga vídeos míos a esas alturas de la noche. La banda de Montreal hizo lo que se esperaba: sonar muy alto y con mucha distorsión. Un diez. Experimentados en tocar tarde y reventarlo. Estoy seguro de que merecían más atención de la que pude darles conscientemente, pero en mi cabeza ya se había echado el pestillo.
Terminábamos así, como decía antes, una edición para la historia, para el recuerdo. Una edición que demuestra que la diversidad sigue siendo el camino, y que cerrarse en banda funciona solo un rato. A medida que crecemos, nos damos cuenta de todo eso, tanto en lo privado como en lo público. Se gana mucho más de lo que se pierde.
Ahora bien, llega el momento de meter palos: no todo puede ser bueno, y siempre hay ejes de mejora.
Algo que no me gustó —ni este año ni el anterior— es que el recinto se queda muy corto. No es normal que haya tanta gente en tan poco espacio. Es casi imposible cenar algo y poder sentarte. Ni hablar ya de ver algo en el Stage 3, que bien podría eliminarse para montar ahí otra zona de baños. Casi imposible también entrar al festival sin hacer una hora de cola para recoger la pulsera. Este año había menos baños, más mesas (aunque pocas), pero eso estrechaba el paso entre escenarios y generaba un embudo en la entrada. Y, por último, montar una caseta de tokens con una cola perpendicular al paso hacia los escenarios y frente al merchandising no me pareció la mejor idea: congestionaba todo mucho más.
Es hora de darse cuenta de que un festival de esta envergadura necesita soluciones de la misma escala. Quizás el recinto no está preparado para tanta gente, pero empieza a ser incómodo, y eso me da miedo por el cariño que le tengo a un festival tan perfecto.
Por todo lo demás —las bandas, el ambiente, el trato recibido, el entorno, el pueblo, la niebla, el bosque, la playa—, SonicBlast, eres un must. No te vayas nunca.
Etiquetas: Castle Rat, Circle Jerks, Dead Ghosts, Dopethrone, King Buffalo, Molchat Doma, Monolord, Patriarchy, SonicBlast, SonicBlast 2025, The Atomic Bitchwax


Llegué temprano a la sala. La expectación por God Is An Astronaut se palpaba en el aire, pero antes, el plato fuerte era la incomparable Jo Quail. Ver a una solista en Razzmatazz 2, armada únicamente con un chelo, un puñado de pedales y un looper, ya es un acto de valentía. Allí estaba: sola ante el mundo —o al menos ante el murmullo de quienes aún buscaban su sitio.
Pero bastó el primer roce del arco para que el bullicio se disipara y la sala quedara envuelta en un silencio reverencial.
Abrió con “Butterfly Dance”. Y sí, fue una danza, pero no ligera: el chelo de Jo Quail no es el instrumento de cámara que uno espera, sino una orquesta comprimida. Con el looper fue tejiendo capas de sonido, creando una base rítmica pulsante con el golpe del arco, superponiendo armonías sombrías y melodías vibrantes. La música ascendía, se retorcía y descendía en riffs casi metálicos. Era asombroso cómo una sola persona podía generar una textura tan densa y épica.
El viaje continuó con “Embrace”, un tema más introspectivo al inicio, pero con el mismo poder acumulativo. Los bucles de chelo levantaban una auténtica catedral sonora. Era música que te obligaba a cerrar los ojos, no por suavidad, sino porque la vista no bastaba para procesarla. Con madera y cuerdas, Quail creaba paisajes cinemáticos que crecían en intensidad hasta envolver por completo. Fue una demostración perfecta de por qué es una figura tan respetada en el circuito post-rock e instrumental.
Cerró con “Forge”, un final apoteósico. Este tema fue, literalmente, una forja sonora: sentías el peso y la presión de cada nota. Su capacidad para pasar de la delicadeza más absoluta a la intensidad más cruda es lo que la hace única. El groove de los loops era irresistible, y la melodía principal golpeaba con una carga emocional tremenda. Virtuosismo y sentimiento en estado puro.
Al terminar, la sala estalló en aplausos. En apenas tres temas, Jo Quail demostró que la soledad en el escenario no es debilidad, sino fuerza concentrada. Fue la introducción perfecta para una noche instrumental, dejándonos con la cabeza a mil y el alma preparada para el vendaval de God Is An Astronaut.
Todavía sigo flotando. Salí de Razzmatazz 2 con la sensación de haber regresado de un viaje interestelar. Ver a God Is An Astronaut no es simplemente asistir a un concierto: es una experiencia inmersiva.
El trío irlandés formado por los gemelos Kinsella —Torsten (guitarra, voz y teclados) y Niels (bajo y visuales)— junto al nuevo Anxo Silveira en la batería, regresó con un añadido de lujo: Jo Quail al chelo. Su aporte llevó el directo a otra dimensión. Llegaban presentando su más reciente trabajo, Embers, y desde el primer minuto se notó.
Las luces se apagaron, la sala —ya abarrotada— se sumió en un silencio expectante. Arrancaron con “Falling Leaves”, y fue como si se abriera una grieta luminosa en el techo. La melancolía del tema es brutal, y ver a Torsten, concentrado y dejándose llevar por las notas, te arrastra de lleno a su universo. Luego llegó la épica “Epitaph”, seguida del clásico incontestable “All Is Violent, All Is Bright”. Un himno absoluto. La energía del público se desató, con Niels moviéndose por el escenario mientras las proyecciones visuales —marca de la casa— llenaban el fondo con imágenes hipnóticas. Era el post-rock en su forma más pura: físico, emocional, expansivo.
El nuevo material encajó a la perfección. “Apparition” y la majestuosa “Odyssey” demostraron que la banda sigue explorando picos y valles sonoros con una maestría intacta. La batería de Anxo, precisa pero demoledora, fue el motor inagotable de la noche.
A mitad del set, con “Suicide by Star” y “Frozen Twilight”, la atmósfera se volvió casi irrespirable de lo cargada que estaba de emoción. No sabías si era el volumen atronador o la intensidad de los riffs, pero el alma vibraba al mismo ritmo que los altavoces.
El punto culminante llegó con la reaparición de Jo Quail en escena. El espacio se transformó en una cámara íntima de resonancia. Empezaron con “Fragile”, dedicada por Torsten a Tommy Kinsella. El chelo de Quail no era un acompañamiento: era una voz nueva, profunda y melancólica que añadía una dimensión trágica al tema. Después llegaron “Oscillation” y la monumental “Embers”, una odisea sonora de casi diez minutos que te arrastra de la calma a la tormenta. Ahí es donde God Is An Astronaut muestra todo su poder: en esos desarrollos largos, cinematográficos y perfectamente dosificados.
Para cerrar, una dedicatoria a Lloyd Hanney y la devastadora “From Dust to the Beyond”. El cuarteto estaba en total sintonía, como una única entidad sónica. El riff final, con el chelo resonando entre las guitarras, fue una despedida épica.
Salí con el típico zumbido en los oídos, pero sobre todo con la certeza de haber presenciado algo especial. God Is An Astronaut no solo interpreta canciones: te hace sentir el drama, la melancolía y la esperanza de su música. Dos décadas después, los de Glen of the Downs siguen siendo los maestros del post-rock cinemático. Un viaje sonoro impecable. Si tocan cerca, no lo dudes: es una experiencia obligatoria.

Tumbado en la cama. Luz cálida del amanecer entra por la ventana. Sigue durmiendo. Le separo el pelo despacio. Con cuidado. Las curvas de su mejilla. Sus ojos cerrados. Sus labios. Es preciosa. Nuestra primera vez. También la última. No tan preciosa para mi madre: “Qué haces con esa, que no te vuelva a ver con ella, ¿qué van a pensar los vecinos?”
Me levanto de la silla. Miro la oficina. Cubículos con cabezas y pantallas. No quiero estar aquí. Recorro el pasillo decidido. Ágil. Me atuso la corbata. Empujo la puerta del jefe. “¿¡Qué haces Mauro!? En esta oficina se llam…” Le suelto un puñetazo en mitad de los ojos y antes de que pueda reaccionar le golpeo con la mano abierta. Despierto frente a mi pantalla. Suena el teléfono. Cuántas veces he soñado. Cuántas he recreado en mi mente. La última vez.
Somos frágiles. Podemos morir en cualquier momento. Nos engañamos para vivir sin pensar en ello cada segundo. Creamos un mundo irreal en el que damos valor a lo material. Despreciamos cuidarnos. Justificamos lo irrelevante. Consumimos. Consumidos. ¿Cómo sabemos que algo es por última vez?
La Riviera me espera. Es la primera vez que piso el foso de esta sala mítica donde he visto a mis ídolos desde la barrera. Siento un honor que me quema. Cuerpo cansado. Alma en llamas.
Al entrar en el foso un escalofrío de dignidad me recorre la espalda. Mi turno. Mi primera vez. Employed to Serve abre la noche. Su intensidad hardcore es como un puñetazo soñado. Necesario, te espabila. La vocalista, una fuerza de la naturaleza, se mueve como una sombra, obligándome a seguirla, a anticiparme, no puedo parar de fotografiar, atraído por su energía, sus poses y contundencia. El foso de La Riviera es estrecho, pero los compañeros se mueven con respeto. Todo fluye y los tres primeros temas pasan volando. Disparo con frenesí, conectando con la música y tratando de tener fotos variadas de cada miembro, tanto en poses como en encuadres. La propuesta de la banda conecta con el público que va llenando la pista. El sonido me parece que está muy alto, me cuesta escuchar bien los instrumentos. Las luces son buenas, aunque algo más oscuras de lo habitual. En conjunto muy buen arranque para la noche que promete ser de lo más metalera.
La transición a Decapitated fue un cambio de tercio. Su death metal es una lección de precisión, una violencia controlada que no admite errores. Un mazazo de contundencia y pegada. Igual que antes me parece muy alto el sonido. Los músicos están entregados durante las tres primeras y nos dejan un montón de poses, gestos y actitud. El cantate nuevo se siente cómodo y hace que olvidemos a Rasta, aunque pierde en carisma, parece acertado por su capacidad vocal y entrega sobre el escenario. Busco los instantes de máxima tensión, donde la melena vuela o se levanta un brazo. Estuve más tiempo del que suelo con el gran angular, no conseguía clavar la foto que imaginaba, mantuve la calma esperando el momento que me llamara. Quería mi composición; forcé el ángulo, buscando distorsión, perspectiva agresiva. Espero que las fotos demuestren algo de la fuerza del bolo y la intensidad de los polacos que en conjunto me parecieron muy profesionales. Deseando verles pronto salimos del foso para ver la sala casi llena y el público super metido y disfrutando.
El verdadero reto fotográfico y drama interno llegó con Fit for an Autopsy. Las luces me resultaron más oscuras y con muchos verdes y azules, sobre todo las dos primeras canciones. El volumen seguía disparado pero lo noté mejor durante su actuación. Su deathcore progresivo es denso, con riffs complejos que te obligan a escuchar. La iluminación, dramática, encajaba con su “personalidad” eso debo reconocerlo, estaba ajustada y te “mete” en su propuesta. Me obligó a tirar de la ISO hasta el límite, forzando contrastes para que el simple gesto del vocalista, esa expresión de dolor y de furia, pelo mojado, rabia en cada línea, se viera congelada sin trepidar. Tuve muchas oportunidades y eligiendo posturas, espero se pueda ver lo brutal que es la banda. Era la primera vez que los esuchaba en directo y me convencieron por completo, grabados son poderosos, en sala una apisonadora. Seguiré escuchando a la banda con energías renovadas y espero poder repetir en el foso pronto.
El cierre con Killswitch Engage fue la catarsis. Su Metalcore melódico te da cera y te consuela a partes iguales. Las voces limpias y los guturales son la banda sonora perfecta para la los melancólicos que les vimos hace años y perdimos la esperanza de verlos de nuevo. En el foso, bajo el rugido de la multitud, me di cuenta de que estaba donde quería y decidí disfrutarlo con toda la pasión. Las luces fueron buenas y pude centrarme en los encuadres. Había actitud y energía en bajista y guitarrista, facilitando tomas de todos los tipos, además se acercaban y permitían encuadres desde abajo, con el instrumento en primer término, pero también recorrían el espacio que hay tras el cantante y la batería, pudiendo fotografiar más abierto y cierta perspectiva. Fue un setlist de menos a más, dejando para el cierre sus temas más representativos. El público lo disfruto, no pararon de corear los temas y dejarse la vida en el pit. Pogos, bailes, grupos de amigos abrazados, en conjunto pura hermandad. Puro Metal.
¿Somos conscientes de lo que es una “última vez”? Tampoco tengo muy claro que ser consciente de ello cambie los resultados. Lo inevitable. Ni siquiera soy consciente de la última vez que me sentí libre. La vida me arrolla. Soy Mauro, llevo 25 años madrugando y vistiendo de traje. Odio mi vida y mi trabajo. Quiero dejar de soñar con últimas veces. Quiero primeras veces.
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El viernes prometía ser mucho más tranquilo por el cartel, pero con ciertos alicientes que dejaban una rendija de la puerta abierta.
Empezamos la tarde con Gnome, tratando de tomarnos en serio los cincuenta y siete gorros rojos de gnomo que vimos en el bosque de camino al festival. Os juro que es de las cosas más graciosas que he visto en mi vida en un concierto. Debería ser obligatorio, a partir de ahora, el gorrito y aspirar helio para acceder a cualquier sitio. No los había escuchado demasiado, y bueno, divertidos. Para empezar el día con un café en la mano, me parecieron bastante adecuados. Lo mejor: las setas.
Ahora sí, me atavié, me cogí los pañuelos y traté de poner mi mejor cara para intentar que Emma Ruth Rundle, a punto de salir al escenario, me viese y se enamorase perdidamente de mí. Fallé estrepitosamente, porque a los cuarenta segundos yo ya estaba llorando con la cara hinchada y roja, las lentillas queriendo escapar y la voz como la de un fan de One Direction cuando Harry y Louis se miran a los ojos.
Emma salió, sola, con su guitarra acústica, y se sentó. Un silencio sepulcral, solo roto por la sexta cuerda de su guitarra dando comienzo a “Living with the Black Dog”. Nunca he visto una sola cuerda de guitarra llenar tanto un recinto. Ojos cerrados, corazones latiendo al ritmo de sus susurros rasgados y su armonioso llanto. Una tarde mágica que terminó de gestarse cuando Emma se despidió mientras yo trataba de que no se me cayeran más lágrimas en la cerveza.
Aún entre aplausos, volvió a salir porque tenía un poco más de tiempo para seguir rompiéndonos el corazón. No creo que pueda recuperarme jamás. No entendí a la gente que pudo quejarse de que esta reina estuviese en el cartel. Seguro que fue el cuñado de algún fan de Orange Goblin.
Y como me gustan los duendes, pero los de Irlanda, no los malos, estaba muy expectante con la siguiente banda en subirse a la tarima. Ellos eran Chalk, y desde Belfast, prometían hacernos bailar y humedecer conciencias con un post-punk que bebía más de la electrónica que de la Guinness.
Vamos a partir de la base de que esta banda jovencísima estaba teloneando a Fontaines D.C. junto a Kneecap en su tierra natal. Creo que esto ya es indicativo de que pueden interesarle a cualquiera. Una vez más, SonicBlast y el post-punk. What a time to be alive.
Con la noche encima, parecía que la electrónica iba a entrar increíble, y así fue. Empezó a sonar el beat de “Afraid”, comenzando el show mucho más arriba de lo que me esperaba. Sin tiempo para pensar en qué vendría después, todo el SonicBlast estaba saltando sin darse cuenta. Miradas de perplejidad, quizá por no saber lo que iba a aparecer tras la cortina en muchos casos, y en otros porque era justo lo que prometían los de Belfast, pero sonando como si fueran las cinco de la mañana.
Lo mejor de la tarde, para mí, fue encontrarme con esta joya en directo. Lo peor, que compartiesen día con Emma y yo ya no tuviese corazón para repartir.
Después de los irlandeses llegaba el turno de unos viejos conocidos del festival y de la gente amante del post-rock, psych, space y derivados. My Sleeping Karma volvían al festival portugués intentando superar la pérdida de su anterior bajista. Fue un golpe duro para ellos y no había muchas esperanzas de que volviesen pronto a los escenarios.
La música cura, y la de esta banda alemana, mucho más. Empezaron con uno de sus temas y de sus riffs más icónicos: “Brahama” fue la encargada de despertar un coro multitudinario, lo único que puede despertar a nivel vocal un grupo sin vocalista. Cantando la melodía de su entrada al caos durante dos largos minutos, supe que, una vez más, estaba delante de una de las mejores bandas del género.
El concierto se sintió como parte de un único discurso. La banda, conceptual y ya experta en esto, sonó con una cohesión extrema, generando un clima de seguridad y emotividad que pocas veces se nota frente a un escenario. Son paz, son cercanía, son familia.
Justo todo lo contrario me pasa con Witchcraft, banda que recogía el testigo de los alemanes para regalarnos más de una hora de la nada más absoluta. Lo digo sin acritud, pero es que no me dijeron nada. Aburrieron y no hicieron sentir a nadie dentro del concierto. Parecían el grupo de La ruleta de la suerte tocando por obligación entre sketches.
Los suecos venían con un cartelón de cabezas de cartel que, a priori, convenció a mucha gente pero también generaba dudas. No les hizo ningún favor tocar después de My Sleeping Karma, y el público no terminó de entrar en el mood ni se enganchó a las canciones. Coros tímidos en “Chylde of Fire”, y creo que más bien por su parecido con Black Sabbath que por otra cosa.
Menos mal que quedaba algo muy, muy potente después, y que sí supo conectar con la gente. Repitiendo en el festival, pero esta vez cambiando de escenario, el dúo afincado en Barcelona Dame Area fue el encargado de prender fuego al SonicBlast. Con la chapita de Humo Internacional ya les basta para llamar la atención de quien no los conociese.
La pasión, la locura, la rabia y la diversión se metieron en los cuerpos de quienes allí nos agolpábamos para bailar al ritmo del industrial más salvaje e irreverente. Es de esos grupos que me prohíbo escuchar en casa porque me resultan tan adictivos en directo.
Tras la carrera de fondo más larga y divertida del verano, huimos para estar presentables en lo que sería el último día del festival.

Texto por Alex Baillie
Anoche, en el mítico recinto The Garage de Glasgow, el público fue testigo de una velada oscura, envolvente y profundamente atmosférica, en la que Paradise Lost presentó su gira Ascension acompañados por dos propuestas de gran carácter: Messa y High Parasite. Fue una de esas noches donde cada banda pareció cumplir un rol específico dentro de una misma narrativa: del impulso y la novedad, a la inmersión y el trance, hasta la catarsis final.
High Parasite: oscuridad con filo y elegancia
La noche abrió con High Parasite, que subió al escenario con una energía y una seguridad sorprendentes. Liderados por Aaron Stainthorpe —recién desvinculado de My Dying Bride—, el grupo impuso de inmediato un tono entre el pop oscuro y el doom gótico. Su sonido, al que ellos mismos han llegado a definir como death pop, combinó riffs punzantes, melodías cargadas de gancho y una atmósfera sombría, más orientada al impulso que al arrastre.
En lo visual, apostaron por una estética marcadamente gótica: luces bajas, sombras nítidas, miradas enigmáticas y leves toques teatrales que ayudaron a proyectar su identidad sin recurrir al exceso. Desde los primeros compases quedó claro que la banda no busca reinventar el doom, sino revitalizarlo desde dentro, con un enfoque más directo y contemporáneo.
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Sus canciones, compactas y bien estructuradas, evitaron la sobrecarga instrumental y mantuvieron un pulso constante entre oscuridad y dinamismo. En lugar de hundirse en la densidad melancólica típica del género, High Parasite eligió el camino de la inmediatez. El resultado fue un set que, sin renunciar a la melancolía, logró mantener al público atento y expectante.
No fue el acto más pesado ni el más lento de la velada, pero no hacía falta: High Parasite triunfó por su frescura, por su confianza sobre el escenario y por esa mezcla de misterio y cercanía que solo logran las bandas con un futuro prometedor. Se retiraron dejando la sensación de que esto es solo el principio de algo que podría evolucionar con fuerza.
Messa: trance, ritual y comunión sonora
A continuación, Messa ofreció un contraste absoluto. Los italianos transformaron el ambiente con una presentación ritualista, atmosférica y profundamente inmersiva. Con varios años de trayectoria y una identidad ya bien definida, el cuarteto desplegó una actuación basada en la tensión, los matices y un constante juego de dinámicas.
Desde los primeros acordes, el concierto adquirió un tono casi hipnótico. Sara Bianchin, en la voz, se movía entre lo etéreo y lo desgarrado, mientras la instrumentación alternaba pasajes de blues lento con explosiones de crudeza cortante. El uso del espacio escénico fue particular: ocuparon mayormente un solo lado del escenario, creando una sensación de desequilibrio deliberado, casi íntimo, como si invitaran al público a presenciar un ritual reservado para iniciados.
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El show de Messa no solo fue ritualístico, sino que rozó lo trascendental. Su mezcla de estilos —del doom más contemplativo al jazz, el drone y el rock psicodélico— funciona con una precisión impecable. El sonido fue cristalino, envolvente, y la ejecución, perfecta, dejando ver la unión entre los músicos y el fuerte vínculo que los sostiene. La interacción entre ellos, casi telepática, reflejaba una cohesión poco común incluso entre bandas con más años de trayectoria.
Cerraron su set con “Thicker Blood”, una elección que añadió un componente emocional especial. Momentos antes de salir al escenario, durante la entrevista realizada por Luis para Track to Hell, Sara había mencionado que era la canción del nuevo álbum que más resonaba con ella, algo que Rocco —baterista— también compartía. Al llegar ese momento, la interpretación cobró un peso adicional, como si la banda entera se alineara en torno a esa emoción común. La intensidad creció de manera natural hasta desbordar el escenario, dejando a la sala en un estado de silenciosa fascinación.
Con un cierre tan poderoso, Messa se consolidó como una de las propuestas más singulares y coherentes dentro de la escena actual. Ahora solo queda esperar su próxima aparición en el Damnation Festival, donde seguramente volverán a dejar una marca profunda.
Paradise Lost: la elegancia del peso y la melancolía
Con Paradise Lost, la noche alcanzó su punto culminante. La banda salió a escena con una recepción entusiasta y un público completamente entregado. Abrieron con varios temas de su nuevo álbum Ascension —editado en septiembre de 2025—, y pronto comenzaron a alternar material reciente con cortes clásicos de su extensa discografía.
Desde los primeros minutos, el grupo mostró un dominio absoluto del escenario. La ejecución fue pulida, precisa y cargada de emoción. El bajo y la batería cimentaron una base densa, mientras las guitarras —con su inconfundible mezcla de melancolía y agresión— dieron cuerpo tanto a los nuevos temas como a los himnos más celebrados. Nick Holmes, por su parte, ofreció una interpretación sobria pero expresiva, logrando que cada palabra se sintiera con peso y convicción.
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El setlist encontró un equilibrio ejemplar entre presente y pasado: temas de Ascension convivieron sin fricción con clásicos como “Faith Divides Us” o “One Second”, manteniendo la atención del público en todo momento. La banda jugó con los contrastes —luz y sombra, densidad y calma— de una manera que parecía coreografiada. Cada tema estaba colocado con propósito, generando una narrativa fluida que abarcó más de tres décadas de historia sin perder coherencia.
La puesta en escena, sobria y efectiva, reforzó el carácter emocional del concierto. The Garage, con su aforo medio y su acústica envolvente, resultó el marco ideal para una presentación que apeló tanto a la nostalgia como a la evolución. Paradise Lost demostraron que, lejos de estancarse, continúan explorando su propio sonido con la madurez y la sensibilidad de quienes comprenden la esencia del género que ayudaron a forjar.
Una noche de contrastes y continuidad
La velada fue un ejercicio de equilibrio: High Parasite aportó vigor, modernidad y filo; Messa trajo oscuridad, trance y comunión; y Paradise Lost unió pasado y presente con una autoridad indiscutible. Pocas veces se logra un cartel tan complementario en espíritu y en ejecución.
Si hubo un punto menor a señalar, fue la transición algo abrupta entre Messa y los británicos, algo comprensible dada la estricta logística del recinto. Más allá de eso, el flujo general de la noche fue impecable. El público abandonó la sala con la sensación de haber asistido a una experiencia completa: una sucesión de atmósferas, riffs pesados, melodías melancólicas y, sobre todo, la confirmación de que Paradise Lost siguen creciendo y desafiando expectativas incluso después de más de tres décadas de carrera.
Una noche donde la oscuridad, lejos de oprimir, se volvió pura celebración.

- High Parasite
- High Parasite
- High Parasite
- High Parasite
- Messa
- Messa
- Messa
- Messa
- Paradise Lost
- Paradise Lost
- Paradise Lost
- Paradise Lost


El pasado 10 de octubre se convirtió en el epicentro del power metal europeo en el Amager Bio de Copenhague. Una velada que dejó a los asistentes con una sensación de euforia difícil de describir. Tres bandas, tres estilos distintos dentro del mismo género y una audiencia entregada que vibró desde el primer acorde hasta el último. Angus McSix, Orden Ogan y Wind Rose ofrecieron un show memorable que quedará grabado en la memoria de todos los presentes. Para muchos, incluido quien escribe, era la primera vez viendo a estas bandas en vivo, lo que añadió una capa extra de emoción a la experiencia.
La noche arrancó puntual con Angus McSix, quienes tuvieron el honor de calentar motores. Durante aproximadamente media hora, la banda demostró por qué merecían abrir una jornada de tal calibre. A pesar de ser los primeros en subir al escenario, supieron aprovechar cada minuto de su set para conquistar al público. Desde el primer tema, quedó claro que el sonido de la sala estaba impecable: la mezcla era nítida, permitiendo que cada instrumento brillara con claridad sin opacar a los demás. Los riffs de guitarra cortaban el aire con precisión quirúrgica, mientras la batería mantenía un pulso firme y contundente. Angus McSix aprovechó esta claridad sónica para desplegar su arsenal de power metal épico, consiguiendo que varias cabezas del público comenzaran a moverse al ritmo de sus composiciones.
Aunque su tiempo en el escenario fue breve, los músicos dejaron una impresión más que positiva, superando las expectativas de quienes, como yo, no los conocíamos previamente. Su profesionalismo y energía sentaron las bases perfectas para lo que vendría después, logrando ese delicado equilibrio entre encender al público sin agotarlo antes de los platos fuertes de la noche. Fue un descubrimiento grato que invitaba a explorar más su discografía, especialmente su más reciente trabajo Angus McSix and the Sword of Power.
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Si Angus McSix había preparado el terreno, Orden Ogan llegó dispuesto a conquistarlo. La banda alemana salió al escenario con la seguridad de quienes saben exactamente lo que hacen, y desde el primer momento quedó patente que estábamos ante profesionales de primer nivel. Para quienes nunca los habíamos visto en vivo, fue una revelación absoluta. El sonido durante su presentación fue simplemente soberbio: cada nota, cada armonía vocal y cada golpe de bombo llegaban con una claridad cristalina que hacía justicia a la complejidad de sus composiciones. Los alemanes desplegaron su característico power metal sinfónico con una precisión técnica impresionante, pero sin perder nunca ese componente emocional que conecta con el público. Las guitarras gemelas dialogaban en perfecta sincronía, mientras la sección rítmica proporcionaba una base sólida como el acero.
Pero si algo elevó la actuación de Orden Ogan a un nivel superior fue el carisma de su vocalista. Lejos de limitarse a cantar, el frontman se convirtió en un verdadero maestro de ceremonias, estableciendo una conexión genuina con el público danés. Entre canciones, se animó a hacer bromas que arrancaron carcajadas sinceras entre los asistentes. Su mezcla de humor autocrítico y respeto hacia la audiencia creó una atmósfera de complicidad que transformó el concierto en una experiencia íntima, a pesar de las dimensiones de la sala. “¿Están listos para más?”, preguntaba con una sonrisa, sabiendo perfectamente que la respuesta sería un rugido ensordecedor. Su capacidad para leer al público y ajustar la energía del show en consecuencia demostró no solo talento musical, sino también una comprensión profunda de lo que significa ser un entertainer completo.
Y si alguien pensaba que la noche no podía mejorar más, Wind Rose llegó para demostrar lo contrario. La banda italiana transformó el Amager Bio en una verdadera fiesta medieval que hizo honor a su temática épica y fantástica de enanos guerreros. Desde el momento en que pisaron el escenario, fue evidente que esto no sería simplemente un concierto: sería una celebración. Wind Rose desplegó todo su arsenal de power metal con influencias folk y temáticas inspiradas en el mundo de Tolkien y la cultura nórdica. Los asistentes no solo escuchaban música; participaban activamente en cada canción, coreando estribillos, levantando los brazos al unísono y dejándose llevar por la energía contagiosa que emanaba del escenario.
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La producción visual complementó perfectamente la música, con una iluminación que evocaba tanto las profundidades de las montañas enanas como los cielos estrellados del norte. Pero más allá de los aspectos técnicos, lo que realmente hizo especial la actuación de Wind Rose fue esa capacidad innata de hacer sentir a cada persona en la sala como parte de algo más grande. Los músicos se movían por el escenario con una energía incansable, interactuando entre ellos y con el público de manera natural y genuina. No había pose ni artificio, solo pasión pura por lo que hacían. Cuando llegaron los temas más conocidos como “Diggy Diggy Hole” y “Rock and Stone”, la sala literalmente explotó en júbilo colectivo. Era imposible no contagiarse de esa alegría compartida, de ese sentimiento de comunidad que solo la música en vivo puede crear. Hasta se dieron el lujo de versionar un clásico de Ozzy Osbourne, “Shot in the Dark”, para la sorpresa y el deleite de los asistentes, redondeando una jornada maravillosa llena de alegría y celebración.
Al salir del Amager Bio, con los oídos todavía zumbando y las gargantas roncas de tanto cantar, la sensación general era de plenitud absoluta. La noche fue un recordatorio perfecto de por qué el metal —y especialmente el power metal— sigue siendo un género vibrante y emocionante. Tres bandas, cada una con su personalidad única, pero todas compartiendo la misma pasión inquebrantable por la música que hacen. El Amager Bio demostró una vez más ser una de las mejores salas de Copenhague para este tipo de eventos, con un sonido impecable que permitió disfrutar de cada matiz musical.
Pero, sobre todo, fue una noche que recordó que la música en vivo, cuando se hace con corazón y profesionalismo, tiene el poder único de unir a desconocidos en una experiencia compartida que trasciende el simple entretenimiento. Para los afortunados que estuvieron presentes, será un recuerdo que atesorarán. Para los que se lo perdieron, una razón más para no dejar pasar la próxima oportunidad.

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Con el corazón lleno de polvo, niebla y dolor, aún recuerdo despertarme cada uno de los días que duró esta edición pensando si todo se sucedería de forma tan especial.
Y es que este SonicBlast 2025 nos golpeó fuerte, pero bonito, dejándonos jornadas que llevaremos siempre en la memoria.
Si el cartel ya prometía, y el contexto, entorno y emplazamiento nos enamoran cada año, puedo garantizaros que cerramos esta edición superando, y por mucho, todas las expectativas.
La semana en Vila Praia de Âncora nunca se hizo tan corta como esta. Playa de arena blanca, noches frescas y una vecindad del todo acogedora hacen que este festival deje uno de los mayores bajones postvacacionales que he sentido en mi vida. Estaréis de acuerdo conmigo en esto: el domingo cuesta mucho decir adiós.
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Desde que se anunció la traca final del cartel, deseábamos que llegase ese miércoles 6 de agosto para reencontrarnos con la arena y la oscuridad propias de tamaño evento. Aunque fuimos previsores y madrugamos para tener los deberes hechos, acudimos al recinto como si necesitásemos hacer cola, víctimas de la ansiedad. Lo primero que nos encontramos fue un mural en honor a Black Sabbath que nos encogió un poco el pecho, a pocos días del fallecimiento de su eterno líder, Ozzy Osbourne. Allí terminaba el peregrinaje, comenzaban las fotos y la recta final hasta pisar de nuevo el suelo desértico y la duna de piedra donde patinarían, surfearían y descansarían (a ojo) casi cinco mil personas, aunque nos parecieron muchas más.
En la pre-party, como el pasado año, ya notamos demasiada gente y nos temíamos lo peor para los días que venían. Colas interminables para pulserear, las barras abiertas a la mitad, tapones entre la entrada/salida y los baños… ¡Y solo era la previa al festival! Se nos hizo prácticamente imposible pasar de la zona de foodtrucks para acercarnos al Stage 3. Aun así, vamos a tratar de comentar lo que podamos de este día.
Inauguraban la noche los locales Overcrooks, con un punk rock muy divertido. Sonaba a principios de los 2000, y eso siempre nos gusta. Si me dicen que alguna canción salía en el Tony Hawk me lo hubiese creído. Un rollito salido de fusionar a Suicidal Tendencies con Millencolin.
La banda encargada de recoger el testigo de las once de la noche era Daily Thompson, aunque más bien Yearly Thompson, puesto que repetían en día y escenario respecto al pasado año. Un sonido muy Fu Manchu, con esos cencerros y esa voz tan característica de banda que articula cada canción en torno a un par de riffs. Funcionar, les funciona. Hicieron que toda persona allí agrupada moviese la cabeza y repitiese cada estribillo. La banda alemana cumplió con lo que se le pedía.
Con la noche ya cerrada llegó el turno de Nerve Agent, banda de Birmingham que en disco me recordaba a Biohazard o Terror, y que en directo se me hicieron mucho más thrashers. Me divirtieron mucho, aunque quizás la voz estaba algo alta. No sé si les hubiese beneficiado un escenario más grande para sonar con un poquito más de definición.
Por último, al menos para este señor mayor que escribe, pude disfrutar de la propuesta de Castle Rat. No estaba familiarizado con la fantasía medieval más allá de los libros, por lo que me llevé una grata sorpresa con la performance de la banda neoyorquina. Un doom a caballo (y esta vez es literal) entre un castillo y un aquelarre. No sé si fue la banda que más me gustó de la noche, pero al menos fue la que más cosas divertidas llevaba en la cabeza.
Dia 1:
El jueves, primer día oficial del festival, se presentaba como uno de los principales pilares de esta edición. Contar con Amenra y Fu Manchu en dos slots seguidos era algo complicado de gestionar emocionalmente. Por si fuera poco, la niebla quiso sumarse y cubrió Âncora, generando un clima perfecto: tapó el sol y llenó todo de misterio.
Comenzamos el día con Bøw, banda local que dio el salto del Stage 3 del pasado año a un Main en este. Era muy pronto para descargar la energía que íbamos a necesitar hasta el final de la noche, así que optamos por ver a la banda desde una posición discreta, pero con buena línea de visión. Un punk por momentos grunge y por momentos hardcore, que consiguió despertar a la gente aletargada y hacer sudar a quien ya venía con unos cuantos cafés en el cuerpo. No mentiré: alguno me tomé dentro del recinto.
Mientras, Hoover III comenzaban la sobremesa ofreciéndonos una mezcla de psych y prog. Lo poco que sabía de esta banda es que entró como sustituta de Jjuujjuu, y después me enteré de que están como support de The Black Angels. Me gustaron lo justo para ver todo el concierto, pero no fue lo que más me llenó de la tarde.
Tras la banda angelina, pudimos disfrutar de una de las formaciones que mejor cartel traían. No es que lo haya visto en ningún lado, pero por algún motivo, todas las personas con las que hablé venían con muchísimas ganas de Slomosa. Una propuesta sin salirse del marco jurídico del stoner, con pocas cosas nuevas, pero con un sonido bastante notable. Venían de sacar disco a finales del pasado año y de estar en Âncora en 2022, así que entiendo el hype. Un directo bastante sólido donde se nota la experiencia y las influencias de la fría Noruega. Se hicieron con el trofeo de antes del anochecer para el público más conservador.
Pero para mí, si alguien merece ese trofeo, es Ditz. La banda de Brighton y su estilo irreverente y macarra me dieron justo lo que necesitaba, cuando lo necesitaba. Con una actitud de llevar décadas llenando salas, la joven banda que nos sorprendió en 2022 con The Great Regression se hizo con la parte más ecléctica del recinto. Supieron agitar conciencias y vasos, derramaron fluidos y no fueron cuidadosos con nada. Un post-punk de calle, con la puntualidad británica de no llegar tarde nunca, pero tampoco temprano; una mezcla de los primeros Shame y los últimos Idles, un cóctel en The Joker y un vestido veraniego fue lo que pudimos presenciar a las puertas del ocaso.
Comenzó a caer el sol, y llegó el turno de Earthless, que —si ya nos hemos visto por ahí— sabréis que me aburren un poco. No es culpa suya, es mía. Pero os voy a contar un secreto: me fui a casa a merendar y a por una chaqueta para la noche, y cuando volví, seguían tocando la misma canción. Y esa es la magia (o el problema) de la banda de San Diego. Si te gustan en disco, te encantarán en directo, porque van a maximizar la experiencia como buenos artistas y virtuosos que son. Ahora bien, como solo hayas escuchado un par de temas, perdiste: las probabilidades de que suenen son muy bajas.
Con la chaqueta ya puesta, no quería perderme a King Woman, el proyecto que consolidó Kristina Esfandiari tras abandonar Whirr, una de las grandes potencias del shoegaze. King Woman tiene otros ingredientes, pero conserva mucho de la esencia de su vocalista. Se mueve entre un stoner oscuro y, por momentos, melancólico. La voz oscila entre la mesura del shoegaze y el scream, con muchas paradas intermedias. Las armonías son fúnebres, como si pusieses un single de Misfits a 33 rpm, y el maquillaje, muy parecido. Nos quedaba ahora la parte fuerte de la noche, y para eso debíamos estar en silencio. Como una brisa de verano junto al mar, desde Bélgica llegó el lamento prolongado de una de las bandas más grandes del post-metal.
Amenra volvió a robarnos el corazón y también el alma en una actuación de proporciones dinosauricas. Pese a no confiar del todo en el entorno y las condiciones —pues se nos hace siempre más obligatorio un ambiente íntimo con esta banda—, lograron hacerse con todo el público desde los primeros delays de guitarra limpia. Por primera vez en el día supimos lo que era que nos vibrase el pecho de verdad. Me quedo con la interesantísima incorporación de Amy Tung al bajo. Lo importante de manejar las dinámicas en estos géneros, de saber explotar y volver a tocar con mesura; unos coros espectaculares que recordaban a un teclado lanzando ambient. Una de las mejores puestas en escena que le he visto a la banda de Cortrique. Ya con las olas tapándonos los pies, el olor a salitre nos invadió como si un Big Muff estuviese calentándose poco a poco.
Era el turno de Fu Manchu. Los del Condado de Orange entraron con una prisa sobre rodamiento, quemando dos de sus mejores cartuchos en los primeros veinte minutos: “Evil Eye” y “California Crossing” nos dejaron sin aire. Los californianos llegaron presentando The Return of Tomorrow, un disco que sabe a noventas y que deja claro que los grandes siguen siendo grandes manteniendo su esencia. Temas como “Loch Ness Wrecking Machine” nos teletransportan de forma instantánea a King of the Road o The Action is Go. La ola pasó, pero pudimos surfearla. Un placer, Fu Manchu.
Y aquí no acababa la cosa: aún nos faltaba la fiesta de la noche, y teníamos claro quiénes iban a oficiarla. Los Maquina se subieron al escenario casi de un salto, pues estuvieron disfrutando del festival como público todo el jueves. Comenzó a sonar la pista de efectos y la línea de bajo infinita sobre la que se articularían los 45 minutos siguientes. Lo que consigue esta banda con guitarra, bajo y batería —y casi sin máquinas— es una absoluta barbaridad. Sonar a electrónica a base de paciencia y perseverancia es una tarea sobradamente difícil. Si tocasen una vez al día todos los años, compraría mi abono vitalicio.




Una noche gélida de casi invierno en Copenhague encontró refugio en el calor eléctrico de Amager Bio. En esa sala, con su historia de conciertos legendarios y su acústica impecable, el ritual del rock volvió a cobrar sentido. Elder y All Them Witches compartieron escenario en una velada que trascendió la temperatura, el idioma y las palabras. Fue una comunión de sonido, precisión y trance sonoro: dos bandas distintas pero hermanadas por una misma búsqueda, esa que transforma la distorsión en una experiencia casi espiritual.
Elder abrió la noche y lo hizo con todo: un set breve pero demoledor de cuatro canciones “In Procession“, “Thousand Hands“, “Catastasis“ y “Gemini” que bastaron para dejar al público hipnotizado. Desde los primeros acordes, la banda de Massachusetts (ahora radicada en Berlín) desplegó ese equilibrio tan característico entre el poder del stoner rock y la complejidad del rock progresivo. Cada tema fue una construcción meticulosa de riffs densos, pasajes atmosféricos y una batería que marcaba el pulso con peso, como si el ritmo naciera desde el suelo mismo. Elder suena como una máquina precisa pero orgánica, con guitarras que abren portales y bajos que arrastran el cuerpo hacia el centro de la tierra. Su sonido en vivo es monumental, con capas que se expanden hasta llenar cada rincón del recinto. No hubo necesidad de presentaciones ni discursos: las notas lo dijeron todo, y el público lo entendió perfectamente.
La energía de Elder fue tan compacta que pareció extenderse más allá del escenario. Las luces, cambiando entre tonos rojos y violetas, acentuaban la sensación de estar dentro de un viaje cósmico. Cada transición era medida, cada crescendo una ola que golpeaba con elegancia. Cuando “Gemini” cerró el set, el aplauso fue más que un gesto de aprobación: fue el reconocimiento a una banda que ya no suena como una promesa, sino como una certeza dentro de la escena pesada contemporánea.
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Y cuando el eco del último acorde se desvaneció, el escenario quedó preparado para el viaje más introspectivo de la noche. All Them Witches tomó el relevo con su mezcla única de psicodelia sureña, blues oscuro y rock experimental. Los de Nashville no necesitan grandes gestos ni comunicación verbal; su conexión con el público pasa directamente por el sonido. Apenas unos acordes, y el clima del lugar cambia por completo. Tocaron durante más de una hora y media, recorriendo canciones como “Diamond“, “Enemy of My Enemy“ y “The Marriage of Coyote Woman“, además de presentar tres temas nuevos que adelantan la dirección de su próximo disco. Fue un show contenido pero cargado de tensión, con dinámicas que pasaban de la calma flotante a explosiones de sonido que estremecían las paredes del recinto.
Ver a All Them Witches en vivo es presenciar un equilibrio perfecto entre lo espiritual y lo terrenal. Charles Michael Parks Jr., con su bajo y voz profunda, sostiene el eje emocional del grupo; Ben McLeod despliega la guitarra con precisión quirúrgica, entre lo sucio y lo etéreo; y la batería parece guiar un ritual, marcando tiempos que no pertenecen a un simple compás, sino a un estado mental. En medio de esas corrientes, el tecladista y violinista Allan Van Cleave se mueve con libertad absoluta, aportando atmósferas, melodías y matices que elevan cada tema. Sus solos, ya sea desde el teclado, el Rhodes o el violín, abren grietas de luz dentro de la densidad, momentos de pura emoción que convierten cada canción en una experiencia distinta. Es él quien a veces da ese toque cinematográfico, ese respiro místico que transforma la distorsión en algo casi poético.
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El público, diverso y atento, se entregó sin interrupciones. No hubo pogo ni gritos innecesarios: solo una audiencia que entendía que lo que estaba sucediendo frente a ellos era una sesión de rock con alma, no un espectáculo prefabricado. Entre canción y canción, el silencio era casi reverencial, roto apenas por algún grito aislado o un suspiro colectivo antes del siguiente viaje sonoro.
La combinación de Elder y All Them Witches fue casi perfecta: dos visiones distintas del rock pesado y atmosférico, unidas por la búsqueda de profundidad y autenticidad. Elder golpeó primero con músculo, con riffs monumentales y una energía casi tectónica. All Them Witches respondió desde otro plano, construyendo paisajes mentales y emocionales, uniendo blues, psicodelia y oscuridad con una naturalidad asombrosa. En un viernes de frío cortante, dentro de Amager Bio el aire se volvió denso, vibrante y cálido, lleno de guitarras que parecían hablar un idioma propio.
Fue una noche en la que las palabras sobraban y el silencio entre canciones era apenas una respiración antes del siguiente viaje. Dos bandas, dos filosofías, un mismo pulso: el del rock que no busca agradar, sino transportarte. Una cita que quedará grabada no solo por la música, sino por esa sensación tan rara hoy de estar presente en algo auténtico, honesto y profundamente humano.


Es increíble pensar en el paso del tiempo, y ver como nuestra percepción de este, a veces suele ser totalmente opuesta. Muchas veces cuando uno está en el trabajo, siente que las horas no pasan, y que las agujas del reloj no avanzan más. Lo mismo sucede en otros ámbitos como el colegio, un hospital o hasta en una fiesta. Pero también sucede que con el correr de los días, las semanas, e incluso los meses, ciertos acontecimientos que parece que sucedieron recientemente, van acumulando sus años. Y van quedando lejanos en el tiempo. Eso mismo sucede con la muerte de nuestro querido Edward Lodewijk Van Halen, mejor conocido como Eddie Van Halen.
Para algunos seguirá siendo un golpe al alma, pero lo cierto es que ya pasaron 5 años desde la trágica noticia de su fallecimiento, aquel fatídico 6 de octubre del 2020.
De este modo, con motivo de conmemoración y homenaje al enorme guitarrista es que se celebró el 5150 Festival 2025 el pasado viernes 10 de octubre en Galpón B, en lo que fue noche llena rock y fiesta.
Y es que la velada empezó minutos antes de las 21:30, con la presentación de Balles, quienes tuvieron un arranque muy potente y contundente a puro hard rock. Tanto, que se escuchaba excesivamente fuerte incluso estando en el fondo. Afortunadamente, pese a la potencia del sonido se apreciaba la nitidez de las guitarras y se distinguían las notas y acordes. Fue así que el grupo comandado y liderado por su vocalista, Jorge Balles, no perdió el tiempo y con una propuesta muy similar a los Rata Blanca más modernos, puso primera en una sala que lamentablemente, no se hallaba tan llena a esas horas de la noche.
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Luego llegó el turno de La Paez System grupo que ya tuve la oportunidad de ver en enero en aquel mismo escenario, cuando actuaron como teloneros para el show que dio el reconocido bajista Marco Mendoza. Con esto en la cabeza, no pude evitar sentir una especie de deja vu tras verlos, ya que la presentación que dio el grupo en esta oportunidad fue igual de solida que la que habían brindado a comienzos de año. Con unas guitarras enchufadas y explosivas a cargo de Clo Páez, la banda formada por el mismísimo guitarrista y su vocalista, Marco González, no bajó las revoluciones que había dejado Balles y se encargó de sacudir a la audiencia (que ya había aumentado) con un espectáculo de hard rock bien vibrante.
Arrancaron con ni más ni menos que uno de los mayores clásicos de Van Halen, como lo es “You Really Got Me”, pero el tema no fue interpretado por su habitual vocalista, sino que frente al micrófono la que dio voz a los versos de la canción fue la invitada, Mel Giménez. Oriunda de Colombia, la cantante se subió completamente lookeada para la ocasión, con botas, campera de cuero y una actitud que prendió y compró a los presentes en la sala. Tras dos canciones, la cantante se despidió del escenario para darle lugar a Marco, e interpretar algunos temas del grupo como “Enemigo Virtual” o “Eléctrico”. Con mucha energía y potencia, La Paez System completó una actuación muy “electrizante” y con un sonido mucho menos invasivo que el que tuvo Balles.
Tras unos veinte minutos de espera en los que la gente aprovechó para charlar, tomar unas cervecitas y comer algo (yo me incluyo en este último grupo), Neon Rider dijeron presente, en lo que a nivel muy personal, fue la banda que más disfruté en toda la noche. En primer lugar, tengo que reconocer que su propuesta musical me tomó por sorpresa. Luego de dos presentaciones de puro hard rock desenfrenado, yo imaginé que el tono de la noche iba a seguir por esos lados más eléctricos y acelerados. Pero bastante alejado de la realidad, lo que me terminé encontrando al final es con un AOR moderno lleno de melodía y elegancia. Bruno Sangari estuvo a cargo de las voces y desde un primer momento se sintió una presencia muy distinta a las de los anteriores vocalistas. Con un registro más limpio, y una actitud más calmada sobre el escenario, lentamente se fue ganando los aplausos de la gente del lugar. Pero quién sin duda, fue la gran figura del grupo es su guitarrista, Hernan Cattaneo, que soltó un montón de bellas notas y melodías a lo largo de la noche. Con mucha sensibilidad y soltura, tiño la sala con luces de neón. Con un setlist variado con temas de su propia autoría y dos covers (“Burning Hearts” de Survivor y “The Best” de Tina Turner), Neon Riders nos transportó directo a los 80’ e hizo rememorar lo que hacían grupos como “Journey” o “Foreinger”.
Ya para terminar la velada, el flamante violero, Charles Lattuada apareció en escena para despedir la noche y en clara respuesta al nombre del evento, se encargó de rendir un homenaje completo a Van Halen. Desde el vestuario, hasta las guitarras. Y es que si algo no escondió el bueno de Charles, es su extrema fanatismo por la figura de Eddie. Y acompañado por tres cantantes, su repertorio incluyo clásicos de clásicos como “Jump”, “Panama”, o “Hot For Teacher”, entre los tantos que interpretó el guitarrista con su banda.
De esta forma, la fiesta musical culminó definitivamente pasada la 1am, en una noche de feriado la cual se desarrolló sin ningún tipo de demora ni inconveniente para los presentes. A puro rock, cerveza, y evidentemente a puro Van Halen, se vivió el homenaje de uno de los guitarristas más grandes que dio el mundo de la música. Agradecemos a los amigos de Anubis por la invitación y acreditación del evento.
Etiquetas: Balles, Charles Lattuada, eddie van halen, Festival, Hard Rock, la paez system, Neon Rider, rock, Van Halen

Cuando las puertas del Pumpehuset abrieron a las 19:00 la nohe del jueves 16/10, la expectación era palpable. El icónico recinto de Copenhague, conocido por albergar a algunos de los mejores grupos de metal y hardcore de gira por Europa, estaba a punto de presenciar una noche de triple amenaza de metalcore moderno que dejaría al público exhausto, eufórico y con ganas de más. Tres bandas, tres enfoques distintos de la música heavy y una noche inolvidable que demostró por qué la escena metalcore sigue siendo tan vital y visceral como siempre.
La noche arrancó con The Narrator, el telonero encargado de calentar a un público que demostraría estar rebosante de energía. A pesar de ser los primeros en el cartel, la banda abordó su set de media hora con la confianza y la intensidad de veteranos experimentados. Desde el momento en que comenzaron con su primer tema, quedó claro que no sería un telonero cualquiera. La calidad de sonido en Pumpehuset fue excelente desde el principio, permitiendo que cada riff contundente y cada golpe de batería atronador se escucharan con claridad. La banda no perdió tiempo en animar al público y, antes de que terminara su tercera canción, la pista ya se había transformado en un circle pit. La energía era contagiosa, con cuerpos chocando y brazos agitándose en ese hermoso caos que solo el metal en vivo puede producir.
Quizás el momento culminante de su set llegó a mitad de la actuación, cuando el vocalista animó a realizar un wall of death. El público se abrió como el Mar Rojo, dos bandos enfrentados con una agresividad y una emoción apenas contenidas. Cuando llegó el colapso, la colisión fue espectacular: una demostración perfecta del caos controlado que hace que estos espectáculos sean tan especiales. Para un set inaugural de treinta minutos, The Narrator logró justo lo que necesitaba: demostrar que pertenecía a ese escenario y dejar al público preparado para lo que estaba por venir.
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La siguiente banda fue Heart of a Coward. Los británicos subieron al escenario con una agresividad palpable, y desde sus primeras notas, quedó claro que nos esperaba algo especial. Su actuación fue una clase magistral de furia controlada, con un set implacablemente potente que hizo vibrar el recinto. El sonido fue impresionante, permitiendo que el intrincado trabajo de guitarra y sus contundentes breakdowns brillaran sin abrumar las voces. La destreza técnica de la banda estuvo a la vista, pero lo que realmente los distinguió fue su capacidad para canalizar esa habilidad en pura intensidad emocional. El agresivo espectáculo de Heart of a Coward sirvió como el puente perfecto entre los teloneros y los headliners. Demostraron por qué se han ganado su reputación en la escena, ofreciendo una actuación brutal y hermosa a la vez. Para cuando abandonaron el escenario, el recinto estaba listo para el evento principal.
A continuación sería el turno del headliner principal, pero para comprender el impacto de la actuación de Annisokay, vale la pena explorar el recorrido que trajo a este cuarteto alemán a Copenhague. Fundado en 2007 en la pequeña ciudad de Halle, en Sajonia-Anhalt, Alemania, Annisokay se ha forjado una reputación como una de las bandas más cautivadoras del metalcore moderno. El nombre del grupo en sí mismo es un ingenioso guiño a sus influencias musicales, inspirado en la icónica canción de Michael Jackson “Smooth Criminal”, en donde la letra pregunta constantemente en su estribillo: Anni is okay?; de esta manera adoptaron con descaro el nombre de su banda.
La banda ha realizado extensas giras por Europa, el Reino Unido, Japón y Estados Unidos, creando una fiel base de fans internacional. Han compartido escenario con artistas como Parkway Drive, Within Temptation y Electric Callboy, y se han convertido en habituales de los principales festivales de metal europeos. Lo que distingue a Annisokay es su negativa a seguir las tendencias típicas del género, centrándose en crear música que suena inequívocamente a su estilo: pesada, melódica y con una gran carga emocional.
Cuando Annisokay finalmente subió al escenario en Pumpehuset, la expectación que se había generado durante toda la noche llegó a su punto álgido. El cuarteto se lanzó a un ambicioso repertorio de diecisiete canciones que abarcó toda su carrera, incluyendo tanto clásicos como “H.A.T.E.”, “Good Stories”, “Ultraviolet” y material inédito de su nuevo álbum Abyss, The Final Chapter.
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Desde las primeras notas, era evidente que se trataba de una banda en su máximo esplendor. La voz limpia de Wieczorek se impuso a los instrumentales contundentes, proporcionando ese contrapunto melódico esencial a los gritos agresivos de Schwarzer. La interacción entre ambos vocalistas es lo que da a Annisokay su sonido distintivo, y en directo esa dinámica fue aún más potente que en el disco.
La respuesta del público fue extraordinaria. Los fanáticos del metalcore de Copenhague enloquecieron, con headbangings casi sincronizados por momentos. Schwarzer demostró ser un líder excepcional, animando al público entre canciones y creando momentos de auténtica conexión. Su presencia en el escenario era imponente, ya fuera lanzando gritos devastadores o tomándose un momento para expresar su gratitud al público de Copenhague por su energía y apoyo.
La sección rítmica del baterista proporcionó una base absolutamente sólida durante toda la actuación, manteniendo patrones complejos sin perder nunca el ritmo que animaba al público. Las líneas de bajo de Rose añadieron profundidad y textura, avanzando ocasionalmente en la mezcla para crear sus propios ganchos melódicos.
A medida que avanzaba el set, la energía nunca decayó. De hecho, pareció crecer con cada canción sucesiva, alcanzando un in crescendo durante el bis. Para cuando Annisokay tocó sus últimas notas con “STFU”, el recinto estaba absolutamente electrizante.
Al salir de Pumpehuset, el público sentía que había presenciado algo especial. No se trataba simplemente de tres bandas realizando un concierto en una parada nocturna de jueves; era una muestra de todo lo que hace al metal en vivo tan cautivador. Annisokay ofreció justo lo que Copenhague necesitaba en una fría noche de octubre: calor, intensidad y un recordatorio de que el metalcore, bien hecho, sigue siendo uno de los géneros más viscerales y emocionantes de la música moderna.
Fotos: Juan Staffolani
Etiquetas: Annisokay, Copenhague, Heart of a Coward, Metalcore, Pumpehuset, The Narrator


El sábado era uno de los días que más esperábamos, no solo por Molchat Doma como cabezas de cartel, sino porque había mucho mix de estilos y todo apuntaba a una jornada variada y entretenida.
Tuvimos que madrugar bastante para poder ver a una de las bandas que más hype nos había despertado en los últimos años, y más aún después de su último disco. Messa era la encargada de abrir el portón del último día de festival. La formación italiana se mueve por una cordillera donde el doom es la cima, pero tontea con muchos estilos hasta alcanzarla. He de decir que su directo me dejó un poco tibio, quizá por mi poca predisposición con tanto calor a la hora de la sobremesa. El sonido no me convenció del todo: demasiado solo de guitarra por encima de lo esperado. Tal vez el último disco me había dejado un poso más oscurito, y en directo no percibí lo mismo. Aun así, es una banda con mucho futuro a la que no le quitaré el ojo de encima.
De Messa a Monolord se me hizo un poco cuesta arriba, quizá porque eran bandas que ya había visto anteriormente sin demasiadas ganas y porque, honestamente, solo sus nombres ya me invitan a irme a merendar algo.
Turno para The Atomic Bitchwax, que atesoran, seguramente, las portadas más feas del stoner. Power trío americano con miembros de Monster Magnet, capaces de hacer una canción sobre un solo de guitarra con mucho wah y humo de tubo de escape. Todo el repertorio se movió entre pentatónicas y mucho dadbending. No fallaron ni una: sólidos, compactos, todo en su sitio y una performance como se espera. Me faltó fuego… y dos Ford Ranger haciendo trompos en el pit.
Con un sospechoso olor a gasolina en el ambiente, aún teníamos que enfrentarnos a King Buffalo, que, dependiendo del setlist, pueden tocar cuatro temas o catorce. En este caso, los de Rochester comenzaron con un par de temas de su último álbum, que tiran más al space y que, personalmente, me resultan más divertidos. En “Mercury” la batería te conduce durante todo el tema a base de arreglos de platos muy trabajados y termina en una evocación a Elder verdaderamente interesante. El resto del concierto fue más cercano al stoner clásico, pero con unos timbres diferenciales. Me gusta mucho cómo juegan con los efectos, tanto en voz como en instrumento, y se nota que están totalmente en sintonía.
Después de los neoyorquinos, subieron al escenario Dead Ghosts, que por poco necesitaban tocar en los dos main para caber, porque parecían la tuna por Salamanca. Qué propuesta más chula la de los canadienses. Los había visto hace más de diez años, pero la película era otra. Ahora siguen bebiendo del garage, pero enarbolan partes que provienen del surf, el western, el lo-fi o el folk, haciendo que cada canción suene a peli de Tarantino. Su secreto está en saber cuándo apretar el botón: van con prudencia y no pecan de introducir todos sus elementos a la vez, sino que saben añadir los ingredientes justos para gustar sin empalagar. Después de esta actuación tan satisfactoriamente inesperada, llegaba una de mis “no-puedo-faltar-a-esta-cita”.
Monolord volvían a cruzarse en mi camino desde 2021, cuando firmaron uno de los mejores directos que recuerdo ver en sala post-pandemia. Hacía mucho que no les seguía la pista en foto o vídeo, y me enteré de que el line-up contaba con un miembro más como guitarra de apoyo. Supongo que será algo más de directo que definitivo. El caso es que me sonó todo igual de bien que siempre. Comenzaron con mi favorita, y eso ya me dejó tranquilo. “I’ll Be Damned” abrió para toda Âncora uno de los atardeceres más lentos y bonitos que recuerdo. Una “Empress Rising” coreada al unísono sirvió como cierre perfecto de un concierto perfecto, no sin antes regalarnos un bis a la carta —gritado desde el público— con “The Last Leaf”. Monolord se llevaron el aplauso de la tarde y se marcharon igual de cercanos que siempre, transmitiendo el 100% de lo que tienen dentro. Estoy convencido de que pronto volveremos a disfrutarlos en próximas ediciones.
Sin casi darnos cuenta, llegaba otro de los platos fuertes del sábado en el Main Stage 2. La electrónica volvía a apoderarse del recinto, esta vez gracias a Patriarchy, la banda que nace de la artista multidisciplinar Actually Huizenga. No es casualidad que este proyecto venga de la mano de alguien que escribe, produce y dirige para cine. Su discurso y performance son puramente cinematográficos, caminando por cada canción con un claro inicio, nudo y desenlace, llegando a este de forma muy climática. Lo que propone la banda de Los Ángeles se acerca al dark wave más claro y tranquilo, en la onda de Boy Harsher o Poliça. Sus canciones podrían ser banda sonora de cualquier película de Winding Refn.
Después de dejarnos en un profundo trance, tuvimos que preparar el cuerpo rápidamente para el slot más legendario que íbamos a ver en esta edición.
Circle Jerks, la mítica superbanda procedente de Hermosa Beach, California —con Keith Morris de Black Flag, Greg Hetson de Redd Kross y Joey Castillo, el batería que grabó Era Vulgaris y Lullabies to Paralyze para QOTSA—, venía a entregarnos una hora y media de pura adrenalina que solo pudieron soportar ellos mismos, porque mi cuerpo ya no daba para mucho más. La gente vivió con entusiasmo el circle pit que se desató y se vació hasta más no poder; para muchos, era el último grande del día. Personalmente, tuve que aprovisionarme un poco, porque lo bueno, bueno, venía justo después.
Una de mis bandas favoritas, y desde muy lejos, había llegado para presentar uno de los mejores discos del pasado año. Molchat Doma y su Belaya Polosa irrumpieron en el escenario para regalarnos un largo repertorio donde no faltó nada. Tocaron sus grandes —nuevos y viejos— éxitos con una actitud memorable. En la gélida Minsk no se entiende de frío: lo que hicieron fue transmitir calidez y cercanía a través de sus pasos endiabladamente prohibidos. El power trío, ataviado con sus dos puestos de teclados desde donde lanzan toda la fantasía ochentera, se colgó la guitarra y el bajo para deslizarse por las tablas y convertir el SonicBlast en una pista de baile brutalistamente soviética. Con las caras llenas de purpurina y el rubor típico de no dejar de bailar, sin silencio entre canciones, sabíamos que estábamos cerrando una edición para la historia. Los pies hechos polvo y la espalda pidiendo relevo fueron clara consecuencia de lo bien que disfrutamos durante este broche épico.
Tras la banda bielorrusa, aún pudimos disfrutar de otros dos slots golfos ya entrado el domingo. Primero fueron Castle Rat, banda que ya habíamos visto el miércoles en la pre-party y que se benefició mucho del escenario grande, aunque solo fuera para que el público pudiese apreciar su puesta en escena y lo divertido de su propuesta.
Y por último, nos acercamos a Dopethrone, por llenar expediente y ver a otra banda mítica de nicho que tanto habíamos escuchado en disco. Pude mover el cuello lo justo para que no se desprendiera de mi cuerpo, y espero que nadie tenga vídeos míos a esas alturas de la noche. La banda de Montreal hizo lo que se esperaba: sonar muy alto y con mucha distorsión. Un diez. Experimentados en tocar tarde y reventarlo. Estoy seguro de que merecían más atención de la que pude darles conscientemente, pero en mi cabeza ya se había echado el pestillo.
Terminábamos así, como decía antes, una edición para la historia, para el recuerdo. Una edición que demuestra que la diversidad sigue siendo el camino, y que cerrarse en banda funciona solo un rato. A medida que crecemos, nos damos cuenta de todo eso, tanto en lo privado como en lo público. Se gana mucho más de lo que se pierde.
Ahora bien, llega el momento de meter palos: no todo puede ser bueno, y siempre hay ejes de mejora.
Algo que no me gustó —ni este año ni el anterior— es que el recinto se queda muy corto. No es normal que haya tanta gente en tan poco espacio. Es casi imposible cenar algo y poder sentarte. Ni hablar ya de ver algo en el Stage 3, que bien podría eliminarse para montar ahí otra zona de baños. Casi imposible también entrar al festival sin hacer una hora de cola para recoger la pulsera. Este año había menos baños, más mesas (aunque pocas), pero eso estrechaba el paso entre escenarios y generaba un embudo en la entrada. Y, por último, montar una caseta de tokens con una cola perpendicular al paso hacia los escenarios y frente al merchandising no me pareció la mejor idea: congestionaba todo mucho más.
Es hora de darse cuenta de que un festival de esta envergadura necesita soluciones de la misma escala. Quizás el recinto no está preparado para tanta gente, pero empieza a ser incómodo, y eso me da miedo por el cariño que le tengo a un festival tan perfecto.
Por todo lo demás —las bandas, el ambiente, el trato recibido, el entorno, el pueblo, la niebla, el bosque, la playa—, SonicBlast, eres un must. No te vayas nunca.
Etiquetas: Castle Rat, Circle Jerks, Dead Ghosts, Dopethrone, King Buffalo, Molchat Doma, Monolord, Patriarchy, SonicBlast, SonicBlast 2025, The Atomic Bitchwax


Llegué temprano a la sala. La expectación por God Is An Astronaut se palpaba en el aire, pero antes, el plato fuerte era la incomparable Jo Quail. Ver a una solista en Razzmatazz 2, armada únicamente con un chelo, un puñado de pedales y un looper, ya es un acto de valentía. Allí estaba: sola ante el mundo —o al menos ante el murmullo de quienes aún buscaban su sitio.
Pero bastó el primer roce del arco para que el bullicio se disipara y la sala quedara envuelta en un silencio reverencial.
Abrió con “Butterfly Dance”. Y sí, fue una danza, pero no ligera: el chelo de Jo Quail no es el instrumento de cámara que uno espera, sino una orquesta comprimida. Con el looper fue tejiendo capas de sonido, creando una base rítmica pulsante con el golpe del arco, superponiendo armonías sombrías y melodías vibrantes. La música ascendía, se retorcía y descendía en riffs casi metálicos. Era asombroso cómo una sola persona podía generar una textura tan densa y épica.
El viaje continuó con “Embrace”, un tema más introspectivo al inicio, pero con el mismo poder acumulativo. Los bucles de chelo levantaban una auténtica catedral sonora. Era música que te obligaba a cerrar los ojos, no por suavidad, sino porque la vista no bastaba para procesarla. Con madera y cuerdas, Quail creaba paisajes cinemáticos que crecían en intensidad hasta envolver por completo. Fue una demostración perfecta de por qué es una figura tan respetada en el circuito post-rock e instrumental.
Cerró con “Forge”, un final apoteósico. Este tema fue, literalmente, una forja sonora: sentías el peso y la presión de cada nota. Su capacidad para pasar de la delicadeza más absoluta a la intensidad más cruda es lo que la hace única. El groove de los loops era irresistible, y la melodía principal golpeaba con una carga emocional tremenda. Virtuosismo y sentimiento en estado puro.
Al terminar, la sala estalló en aplausos. En apenas tres temas, Jo Quail demostró que la soledad en el escenario no es debilidad, sino fuerza concentrada. Fue la introducción perfecta para una noche instrumental, dejándonos con la cabeza a mil y el alma preparada para el vendaval de God Is An Astronaut.
Todavía sigo flotando. Salí de Razzmatazz 2 con la sensación de haber regresado de un viaje interestelar. Ver a God Is An Astronaut no es simplemente asistir a un concierto: es una experiencia inmersiva.
El trío irlandés formado por los gemelos Kinsella —Torsten (guitarra, voz y teclados) y Niels (bajo y visuales)— junto al nuevo Anxo Silveira en la batería, regresó con un añadido de lujo: Jo Quail al chelo. Su aporte llevó el directo a otra dimensión. Llegaban presentando su más reciente trabajo, Embers, y desde el primer minuto se notó.
Las luces se apagaron, la sala —ya abarrotada— se sumió en un silencio expectante. Arrancaron con “Falling Leaves”, y fue como si se abriera una grieta luminosa en el techo. La melancolía del tema es brutal, y ver a Torsten, concentrado y dejándose llevar por las notas, te arrastra de lleno a su universo. Luego llegó la épica “Epitaph”, seguida del clásico incontestable “All Is Violent, All Is Bright”. Un himno absoluto. La energía del público se desató, con Niels moviéndose por el escenario mientras las proyecciones visuales —marca de la casa— llenaban el fondo con imágenes hipnóticas. Era el post-rock en su forma más pura: físico, emocional, expansivo.
El nuevo material encajó a la perfección. “Apparition” y la majestuosa “Odyssey” demostraron que la banda sigue explorando picos y valles sonoros con una maestría intacta. La batería de Anxo, precisa pero demoledora, fue el motor inagotable de la noche.
A mitad del set, con “Suicide by Star” y “Frozen Twilight”, la atmósfera se volvió casi irrespirable de lo cargada que estaba de emoción. No sabías si era el volumen atronador o la intensidad de los riffs, pero el alma vibraba al mismo ritmo que los altavoces.
El punto culminante llegó con la reaparición de Jo Quail en escena. El espacio se transformó en una cámara íntima de resonancia. Empezaron con “Fragile”, dedicada por Torsten a Tommy Kinsella. El chelo de Quail no era un acompañamiento: era una voz nueva, profunda y melancólica que añadía una dimensión trágica al tema. Después llegaron “Oscillation” y la monumental “Embers”, una odisea sonora de casi diez minutos que te arrastra de la calma a la tormenta. Ahí es donde God Is An Astronaut muestra todo su poder: en esos desarrollos largos, cinematográficos y perfectamente dosificados.
Para cerrar, una dedicatoria a Lloyd Hanney y la devastadora “From Dust to the Beyond”. El cuarteto estaba en total sintonía, como una única entidad sónica. El riff final, con el chelo resonando entre las guitarras, fue una despedida épica.
Salí con el típico zumbido en los oídos, pero sobre todo con la certeza de haber presenciado algo especial. God Is An Astronaut no solo interpreta canciones: te hace sentir el drama, la melancolía y la esperanza de su música. Dos décadas después, los de Glen of the Downs siguen siendo los maestros del post-rock cinemático. Un viaje sonoro impecable. Si tocan cerca, no lo dudes: es una experiencia obligatoria.

Tumbado en la cama. Luz cálida del amanecer entra por la ventana. Sigue durmiendo. Le separo el pelo despacio. Con cuidado. Las curvas de su mejilla. Sus ojos cerrados. Sus labios. Es preciosa. Nuestra primera vez. También la última. No tan preciosa para mi madre: “Qué haces con esa, que no te vuelva a ver con ella, ¿qué van a pensar los vecinos?”
Me levanto de la silla. Miro la oficina. Cubículos con cabezas y pantallas. No quiero estar aquí. Recorro el pasillo decidido. Ágil. Me atuso la corbata. Empujo la puerta del jefe. “¿¡Qué haces Mauro!? En esta oficina se llam…” Le suelto un puñetazo en mitad de los ojos y antes de que pueda reaccionar le golpeo con la mano abierta. Despierto frente a mi pantalla. Suena el teléfono. Cuántas veces he soñado. Cuántas he recreado en mi mente. La última vez.
Somos frágiles. Podemos morir en cualquier momento. Nos engañamos para vivir sin pensar en ello cada segundo. Creamos un mundo irreal en el que damos valor a lo material. Despreciamos cuidarnos. Justificamos lo irrelevante. Consumimos. Consumidos. ¿Cómo sabemos que algo es por última vez?
La Riviera me espera. Es la primera vez que piso el foso de esta sala mítica donde he visto a mis ídolos desde la barrera. Siento un honor que me quema. Cuerpo cansado. Alma en llamas.
Al entrar en el foso un escalofrío de dignidad me recorre la espalda. Mi turno. Mi primera vez. Employed to Serve abre la noche. Su intensidad hardcore es como un puñetazo soñado. Necesario, te espabila. La vocalista, una fuerza de la naturaleza, se mueve como una sombra, obligándome a seguirla, a anticiparme, no puedo parar de fotografiar, atraído por su energía, sus poses y contundencia. El foso de La Riviera es estrecho, pero los compañeros se mueven con respeto. Todo fluye y los tres primeros temas pasan volando. Disparo con frenesí, conectando con la música y tratando de tener fotos variadas de cada miembro, tanto en poses como en encuadres. La propuesta de la banda conecta con el público que va llenando la pista. El sonido me parece que está muy alto, me cuesta escuchar bien los instrumentos. Las luces son buenas, aunque algo más oscuras de lo habitual. En conjunto muy buen arranque para la noche que promete ser de lo más metalera.
La transición a Decapitated fue un cambio de tercio. Su death metal es una lección de precisión, una violencia controlada que no admite errores. Un mazazo de contundencia y pegada. Igual que antes me parece muy alto el sonido. Los músicos están entregados durante las tres primeras y nos dejan un montón de poses, gestos y actitud. El cantate nuevo se siente cómodo y hace que olvidemos a Rasta, aunque pierde en carisma, parece acertado por su capacidad vocal y entrega sobre el escenario. Busco los instantes de máxima tensión, donde la melena vuela o se levanta un brazo. Estuve más tiempo del que suelo con el gran angular, no conseguía clavar la foto que imaginaba, mantuve la calma esperando el momento que me llamara. Quería mi composición; forcé el ángulo, buscando distorsión, perspectiva agresiva. Espero que las fotos demuestren algo de la fuerza del bolo y la intensidad de los polacos que en conjunto me parecieron muy profesionales. Deseando verles pronto salimos del foso para ver la sala casi llena y el público super metido y disfrutando.
El verdadero reto fotográfico y drama interno llegó con Fit for an Autopsy. Las luces me resultaron más oscuras y con muchos verdes y azules, sobre todo las dos primeras canciones. El volumen seguía disparado pero lo noté mejor durante su actuación. Su deathcore progresivo es denso, con riffs complejos que te obligan a escuchar. La iluminación, dramática, encajaba con su “personalidad” eso debo reconocerlo, estaba ajustada y te “mete” en su propuesta. Me obligó a tirar de la ISO hasta el límite, forzando contrastes para que el simple gesto del vocalista, esa expresión de dolor y de furia, pelo mojado, rabia en cada línea, se viera congelada sin trepidar. Tuve muchas oportunidades y eligiendo posturas, espero se pueda ver lo brutal que es la banda. Era la primera vez que los esuchaba en directo y me convencieron por completo, grabados son poderosos, en sala una apisonadora. Seguiré escuchando a la banda con energías renovadas y espero poder repetir en el foso pronto.
El cierre con Killswitch Engage fue la catarsis. Su Metalcore melódico te da cera y te consuela a partes iguales. Las voces limpias y los guturales son la banda sonora perfecta para la los melancólicos que les vimos hace años y perdimos la esperanza de verlos de nuevo. En el foso, bajo el rugido de la multitud, me di cuenta de que estaba donde quería y decidí disfrutarlo con toda la pasión. Las luces fueron buenas y pude centrarme en los encuadres. Había actitud y energía en bajista y guitarrista, facilitando tomas de todos los tipos, además se acercaban y permitían encuadres desde abajo, con el instrumento en primer término, pero también recorrían el espacio que hay tras el cantante y la batería, pudiendo fotografiar más abierto y cierta perspectiva. Fue un setlist de menos a más, dejando para el cierre sus temas más representativos. El público lo disfruto, no pararon de corear los temas y dejarse la vida en el pit. Pogos, bailes, grupos de amigos abrazados, en conjunto pura hermandad. Puro Metal.
¿Somos conscientes de lo que es una “última vez”? Tampoco tengo muy claro que ser consciente de ello cambie los resultados. Lo inevitable. Ni siquiera soy consciente de la última vez que me sentí libre. La vida me arrolla. Soy Mauro, llevo 25 años madrugando y vistiendo de traje. Odio mi vida y mi trabajo. Quiero dejar de soñar con últimas veces. Quiero primeras veces.
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El viernes prometía ser mucho más tranquilo por el cartel, pero con ciertos alicientes que dejaban una rendija de la puerta abierta.
Empezamos la tarde con Gnome, tratando de tomarnos en serio los cincuenta y siete gorros rojos de gnomo que vimos en el bosque de camino al festival. Os juro que es de las cosas más graciosas que he visto en mi vida en un concierto. Debería ser obligatorio, a partir de ahora, el gorrito y aspirar helio para acceder a cualquier sitio. No los había escuchado demasiado, y bueno, divertidos. Para empezar el día con un café en la mano, me parecieron bastante adecuados. Lo mejor: las setas.
Ahora sí, me atavié, me cogí los pañuelos y traté de poner mi mejor cara para intentar que Emma Ruth Rundle, a punto de salir al escenario, me viese y se enamorase perdidamente de mí. Fallé estrepitosamente, porque a los cuarenta segundos yo ya estaba llorando con la cara hinchada y roja, las lentillas queriendo escapar y la voz como la de un fan de One Direction cuando Harry y Louis se miran a los ojos.
Emma salió, sola, con su guitarra acústica, y se sentó. Un silencio sepulcral, solo roto por la sexta cuerda de su guitarra dando comienzo a “Living with the Black Dog”. Nunca he visto una sola cuerda de guitarra llenar tanto un recinto. Ojos cerrados, corazones latiendo al ritmo de sus susurros rasgados y su armonioso llanto. Una tarde mágica que terminó de gestarse cuando Emma se despidió mientras yo trataba de que no se me cayeran más lágrimas en la cerveza.
Aún entre aplausos, volvió a salir porque tenía un poco más de tiempo para seguir rompiéndonos el corazón. No creo que pueda recuperarme jamás. No entendí a la gente que pudo quejarse de que esta reina estuviese en el cartel. Seguro que fue el cuñado de algún fan de Orange Goblin.
Y como me gustan los duendes, pero los de Irlanda, no los malos, estaba muy expectante con la siguiente banda en subirse a la tarima. Ellos eran Chalk, y desde Belfast, prometían hacernos bailar y humedecer conciencias con un post-punk que bebía más de la electrónica que de la Guinness.
Vamos a partir de la base de que esta banda jovencísima estaba teloneando a Fontaines D.C. junto a Kneecap en su tierra natal. Creo que esto ya es indicativo de que pueden interesarle a cualquiera. Una vez más, SonicBlast y el post-punk. What a time to be alive.
Con la noche encima, parecía que la electrónica iba a entrar increíble, y así fue. Empezó a sonar el beat de “Afraid”, comenzando el show mucho más arriba de lo que me esperaba. Sin tiempo para pensar en qué vendría después, todo el SonicBlast estaba saltando sin darse cuenta. Miradas de perplejidad, quizá por no saber lo que iba a aparecer tras la cortina en muchos casos, y en otros porque era justo lo que prometían los de Belfast, pero sonando como si fueran las cinco de la mañana.
Lo mejor de la tarde, para mí, fue encontrarme con esta joya en directo. Lo peor, que compartiesen día con Emma y yo ya no tuviese corazón para repartir.
Después de los irlandeses llegaba el turno de unos viejos conocidos del festival y de la gente amante del post-rock, psych, space y derivados. My Sleeping Karma volvían al festival portugués intentando superar la pérdida de su anterior bajista. Fue un golpe duro para ellos y no había muchas esperanzas de que volviesen pronto a los escenarios.
La música cura, y la de esta banda alemana, mucho más. Empezaron con uno de sus temas y de sus riffs más icónicos: “Brahama” fue la encargada de despertar un coro multitudinario, lo único que puede despertar a nivel vocal un grupo sin vocalista. Cantando la melodía de su entrada al caos durante dos largos minutos, supe que, una vez más, estaba delante de una de las mejores bandas del género.
El concierto se sintió como parte de un único discurso. La banda, conceptual y ya experta en esto, sonó con una cohesión extrema, generando un clima de seguridad y emotividad que pocas veces se nota frente a un escenario. Son paz, son cercanía, son familia.
Justo todo lo contrario me pasa con Witchcraft, banda que recogía el testigo de los alemanes para regalarnos más de una hora de la nada más absoluta. Lo digo sin acritud, pero es que no me dijeron nada. Aburrieron y no hicieron sentir a nadie dentro del concierto. Parecían el grupo de La ruleta de la suerte tocando por obligación entre sketches.
Los suecos venían con un cartelón de cabezas de cartel que, a priori, convenció a mucha gente pero también generaba dudas. No les hizo ningún favor tocar después de My Sleeping Karma, y el público no terminó de entrar en el mood ni se enganchó a las canciones. Coros tímidos en “Chylde of Fire”, y creo que más bien por su parecido con Black Sabbath que por otra cosa.
Menos mal que quedaba algo muy, muy potente después, y que sí supo conectar con la gente. Repitiendo en el festival, pero esta vez cambiando de escenario, el dúo afincado en Barcelona Dame Area fue el encargado de prender fuego al SonicBlast. Con la chapita de Humo Internacional ya les basta para llamar la atención de quien no los conociese.
La pasión, la locura, la rabia y la diversión se metieron en los cuerpos de quienes allí nos agolpábamos para bailar al ritmo del industrial más salvaje e irreverente. Es de esos grupos que me prohíbo escuchar en casa porque me resultan tan adictivos en directo.
Tras la carrera de fondo más larga y divertida del verano, huimos para estar presentables en lo que sería el último día del festival.

Texto por Alex Baillie
Anoche, en el mítico recinto The Garage de Glasgow, el público fue testigo de una velada oscura, envolvente y profundamente atmosférica, en la que Paradise Lost presentó su gira Ascension acompañados por dos propuestas de gran carácter: Messa y High Parasite. Fue una de esas noches donde cada banda pareció cumplir un rol específico dentro de una misma narrativa: del impulso y la novedad, a la inmersión y el trance, hasta la catarsis final.
High Parasite: oscuridad con filo y elegancia
La noche abrió con High Parasite, que subió al escenario con una energía y una seguridad sorprendentes. Liderados por Aaron Stainthorpe —recién desvinculado de My Dying Bride—, el grupo impuso de inmediato un tono entre el pop oscuro y el doom gótico. Su sonido, al que ellos mismos han llegado a definir como death pop, combinó riffs punzantes, melodías cargadas de gancho y una atmósfera sombría, más orientada al impulso que al arrastre.
En lo visual, apostaron por una estética marcadamente gótica: luces bajas, sombras nítidas, miradas enigmáticas y leves toques teatrales que ayudaron a proyectar su identidad sin recurrir al exceso. Desde los primeros compases quedó claro que la banda no busca reinventar el doom, sino revitalizarlo desde dentro, con un enfoque más directo y contemporáneo.
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Sus canciones, compactas y bien estructuradas, evitaron la sobrecarga instrumental y mantuvieron un pulso constante entre oscuridad y dinamismo. En lugar de hundirse en la densidad melancólica típica del género, High Parasite eligió el camino de la inmediatez. El resultado fue un set que, sin renunciar a la melancolía, logró mantener al público atento y expectante.
No fue el acto más pesado ni el más lento de la velada, pero no hacía falta: High Parasite triunfó por su frescura, por su confianza sobre el escenario y por esa mezcla de misterio y cercanía que solo logran las bandas con un futuro prometedor. Se retiraron dejando la sensación de que esto es solo el principio de algo que podría evolucionar con fuerza.
Messa: trance, ritual y comunión sonora
A continuación, Messa ofreció un contraste absoluto. Los italianos transformaron el ambiente con una presentación ritualista, atmosférica y profundamente inmersiva. Con varios años de trayectoria y una identidad ya bien definida, el cuarteto desplegó una actuación basada en la tensión, los matices y un constante juego de dinámicas.
Desde los primeros acordes, el concierto adquirió un tono casi hipnótico. Sara Bianchin, en la voz, se movía entre lo etéreo y lo desgarrado, mientras la instrumentación alternaba pasajes de blues lento con explosiones de crudeza cortante. El uso del espacio escénico fue particular: ocuparon mayormente un solo lado del escenario, creando una sensación de desequilibrio deliberado, casi íntimo, como si invitaran al público a presenciar un ritual reservado para iniciados.
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El show de Messa no solo fue ritualístico, sino que rozó lo trascendental. Su mezcla de estilos —del doom más contemplativo al jazz, el drone y el rock psicodélico— funciona con una precisión impecable. El sonido fue cristalino, envolvente, y la ejecución, perfecta, dejando ver la unión entre los músicos y el fuerte vínculo que los sostiene. La interacción entre ellos, casi telepática, reflejaba una cohesión poco común incluso entre bandas con más años de trayectoria.
Cerraron su set con “Thicker Blood”, una elección que añadió un componente emocional especial. Momentos antes de salir al escenario, durante la entrevista realizada por Luis para Track to Hell, Sara había mencionado que era la canción del nuevo álbum que más resonaba con ella, algo que Rocco —baterista— también compartía. Al llegar ese momento, la interpretación cobró un peso adicional, como si la banda entera se alineara en torno a esa emoción común. La intensidad creció de manera natural hasta desbordar el escenario, dejando a la sala en un estado de silenciosa fascinación.
Con un cierre tan poderoso, Messa se consolidó como una de las propuestas más singulares y coherentes dentro de la escena actual. Ahora solo queda esperar su próxima aparición en el Damnation Festival, donde seguramente volverán a dejar una marca profunda.
Paradise Lost: la elegancia del peso y la melancolía
Con Paradise Lost, la noche alcanzó su punto culminante. La banda salió a escena con una recepción entusiasta y un público completamente entregado. Abrieron con varios temas de su nuevo álbum Ascension —editado en septiembre de 2025—, y pronto comenzaron a alternar material reciente con cortes clásicos de su extensa discografía.
Desde los primeros minutos, el grupo mostró un dominio absoluto del escenario. La ejecución fue pulida, precisa y cargada de emoción. El bajo y la batería cimentaron una base densa, mientras las guitarras —con su inconfundible mezcla de melancolía y agresión— dieron cuerpo tanto a los nuevos temas como a los himnos más celebrados. Nick Holmes, por su parte, ofreció una interpretación sobria pero expresiva, logrando que cada palabra se sintiera con peso y convicción.
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El setlist encontró un equilibrio ejemplar entre presente y pasado: temas de Ascension convivieron sin fricción con clásicos como “Faith Divides Us” o “One Second”, manteniendo la atención del público en todo momento. La banda jugó con los contrastes —luz y sombra, densidad y calma— de una manera que parecía coreografiada. Cada tema estaba colocado con propósito, generando una narrativa fluida que abarcó más de tres décadas de historia sin perder coherencia.
La puesta en escena, sobria y efectiva, reforzó el carácter emocional del concierto. The Garage, con su aforo medio y su acústica envolvente, resultó el marco ideal para una presentación que apeló tanto a la nostalgia como a la evolución. Paradise Lost demostraron que, lejos de estancarse, continúan explorando su propio sonido con la madurez y la sensibilidad de quienes comprenden la esencia del género que ayudaron a forjar.
Una noche de contrastes y continuidad
La velada fue un ejercicio de equilibrio: High Parasite aportó vigor, modernidad y filo; Messa trajo oscuridad, trance y comunión; y Paradise Lost unió pasado y presente con una autoridad indiscutible. Pocas veces se logra un cartel tan complementario en espíritu y en ejecución.
Si hubo un punto menor a señalar, fue la transición algo abrupta entre Messa y los británicos, algo comprensible dada la estricta logística del recinto. Más allá de eso, el flujo general de la noche fue impecable. El público abandonó la sala con la sensación de haber asistido a una experiencia completa: una sucesión de atmósferas, riffs pesados, melodías melancólicas y, sobre todo, la confirmación de que Paradise Lost siguen creciendo y desafiando expectativas incluso después de más de tres décadas de carrera.
Una noche donde la oscuridad, lejos de oprimir, se volvió pura celebración.

- High Parasite
- High Parasite
- High Parasite
- High Parasite
- Messa
- Messa
- Messa
- Messa
- Paradise Lost
- Paradise Lost
- Paradise Lost
- Paradise Lost


El pasado 10 de octubre se convirtió en el epicentro del power metal europeo en el Amager Bio de Copenhague. Una velada que dejó a los asistentes con una sensación de euforia difícil de describir. Tres bandas, tres estilos distintos dentro del mismo género y una audiencia entregada que vibró desde el primer acorde hasta el último. Angus McSix, Orden Ogan y Wind Rose ofrecieron un show memorable que quedará grabado en la memoria de todos los presentes. Para muchos, incluido quien escribe, era la primera vez viendo a estas bandas en vivo, lo que añadió una capa extra de emoción a la experiencia.
La noche arrancó puntual con Angus McSix, quienes tuvieron el honor de calentar motores. Durante aproximadamente media hora, la banda demostró por qué merecían abrir una jornada de tal calibre. A pesar de ser los primeros en subir al escenario, supieron aprovechar cada minuto de su set para conquistar al público. Desde el primer tema, quedó claro que el sonido de la sala estaba impecable: la mezcla era nítida, permitiendo que cada instrumento brillara con claridad sin opacar a los demás. Los riffs de guitarra cortaban el aire con precisión quirúrgica, mientras la batería mantenía un pulso firme y contundente. Angus McSix aprovechó esta claridad sónica para desplegar su arsenal de power metal épico, consiguiendo que varias cabezas del público comenzaran a moverse al ritmo de sus composiciones.
Aunque su tiempo en el escenario fue breve, los músicos dejaron una impresión más que positiva, superando las expectativas de quienes, como yo, no los conocíamos previamente. Su profesionalismo y energía sentaron las bases perfectas para lo que vendría después, logrando ese delicado equilibrio entre encender al público sin agotarlo antes de los platos fuertes de la noche. Fue un descubrimiento grato que invitaba a explorar más su discografía, especialmente su más reciente trabajo Angus McSix and the Sword of Power.
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Si Angus McSix había preparado el terreno, Orden Ogan llegó dispuesto a conquistarlo. La banda alemana salió al escenario con la seguridad de quienes saben exactamente lo que hacen, y desde el primer momento quedó patente que estábamos ante profesionales de primer nivel. Para quienes nunca los habíamos visto en vivo, fue una revelación absoluta. El sonido durante su presentación fue simplemente soberbio: cada nota, cada armonía vocal y cada golpe de bombo llegaban con una claridad cristalina que hacía justicia a la complejidad de sus composiciones. Los alemanes desplegaron su característico power metal sinfónico con una precisión técnica impresionante, pero sin perder nunca ese componente emocional que conecta con el público. Las guitarras gemelas dialogaban en perfecta sincronía, mientras la sección rítmica proporcionaba una base sólida como el acero.
Pero si algo elevó la actuación de Orden Ogan a un nivel superior fue el carisma de su vocalista. Lejos de limitarse a cantar, el frontman se convirtió en un verdadero maestro de ceremonias, estableciendo una conexión genuina con el público danés. Entre canciones, se animó a hacer bromas que arrancaron carcajadas sinceras entre los asistentes. Su mezcla de humor autocrítico y respeto hacia la audiencia creó una atmósfera de complicidad que transformó el concierto en una experiencia íntima, a pesar de las dimensiones de la sala. “¿Están listos para más?”, preguntaba con una sonrisa, sabiendo perfectamente que la respuesta sería un rugido ensordecedor. Su capacidad para leer al público y ajustar la energía del show en consecuencia demostró no solo talento musical, sino también una comprensión profunda de lo que significa ser un entertainer completo.
Y si alguien pensaba que la noche no podía mejorar más, Wind Rose llegó para demostrar lo contrario. La banda italiana transformó el Amager Bio en una verdadera fiesta medieval que hizo honor a su temática épica y fantástica de enanos guerreros. Desde el momento en que pisaron el escenario, fue evidente que esto no sería simplemente un concierto: sería una celebración. Wind Rose desplegó todo su arsenal de power metal con influencias folk y temáticas inspiradas en el mundo de Tolkien y la cultura nórdica. Los asistentes no solo escuchaban música; participaban activamente en cada canción, coreando estribillos, levantando los brazos al unísono y dejándose llevar por la energía contagiosa que emanaba del escenario.
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La producción visual complementó perfectamente la música, con una iluminación que evocaba tanto las profundidades de las montañas enanas como los cielos estrellados del norte. Pero más allá de los aspectos técnicos, lo que realmente hizo especial la actuación de Wind Rose fue esa capacidad innata de hacer sentir a cada persona en la sala como parte de algo más grande. Los músicos se movían por el escenario con una energía incansable, interactuando entre ellos y con el público de manera natural y genuina. No había pose ni artificio, solo pasión pura por lo que hacían. Cuando llegaron los temas más conocidos como “Diggy Diggy Hole” y “Rock and Stone”, la sala literalmente explotó en júbilo colectivo. Era imposible no contagiarse de esa alegría compartida, de ese sentimiento de comunidad que solo la música en vivo puede crear. Hasta se dieron el lujo de versionar un clásico de Ozzy Osbourne, “Shot in the Dark”, para la sorpresa y el deleite de los asistentes, redondeando una jornada maravillosa llena de alegría y celebración.
Al salir del Amager Bio, con los oídos todavía zumbando y las gargantas roncas de tanto cantar, la sensación general era de plenitud absoluta. La noche fue un recordatorio perfecto de por qué el metal —y especialmente el power metal— sigue siendo un género vibrante y emocionante. Tres bandas, cada una con su personalidad única, pero todas compartiendo la misma pasión inquebrantable por la música que hacen. El Amager Bio demostró una vez más ser una de las mejores salas de Copenhague para este tipo de eventos, con un sonido impecable que permitió disfrutar de cada matiz musical.
Pero, sobre todo, fue una noche que recordó que la música en vivo, cuando se hace con corazón y profesionalismo, tiene el poder único de unir a desconocidos en una experiencia compartida que trasciende el simple entretenimiento. Para los afortunados que estuvieron presentes, será un recuerdo que atesorarán. Para los que se lo perdieron, una razón más para no dejar pasar la próxima oportunidad.

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Con el corazón lleno de polvo, niebla y dolor, aún recuerdo despertarme cada uno de los días que duró esta edición pensando si todo se sucedería de forma tan especial.
Y es que este SonicBlast 2025 nos golpeó fuerte, pero bonito, dejándonos jornadas que llevaremos siempre en la memoria.
Si el cartel ya prometía, y el contexto, entorno y emplazamiento nos enamoran cada año, puedo garantizaros que cerramos esta edición superando, y por mucho, todas las expectativas.
La semana en Vila Praia de Âncora nunca se hizo tan corta como esta. Playa de arena blanca, noches frescas y una vecindad del todo acogedora hacen que este festival deje uno de los mayores bajones postvacacionales que he sentido en mi vida. Estaréis de acuerdo conmigo en esto: el domingo cuesta mucho decir adiós.
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Desde que se anunció la traca final del cartel, deseábamos que llegase ese miércoles 6 de agosto para reencontrarnos con la arena y la oscuridad propias de tamaño evento. Aunque fuimos previsores y madrugamos para tener los deberes hechos, acudimos al recinto como si necesitásemos hacer cola, víctimas de la ansiedad. Lo primero que nos encontramos fue un mural en honor a Black Sabbath que nos encogió un poco el pecho, a pocos días del fallecimiento de su eterno líder, Ozzy Osbourne. Allí terminaba el peregrinaje, comenzaban las fotos y la recta final hasta pisar de nuevo el suelo desértico y la duna de piedra donde patinarían, surfearían y descansarían (a ojo) casi cinco mil personas, aunque nos parecieron muchas más.
En la pre-party, como el pasado año, ya notamos demasiada gente y nos temíamos lo peor para los días que venían. Colas interminables para pulserear, las barras abiertas a la mitad, tapones entre la entrada/salida y los baños… ¡Y solo era la previa al festival! Se nos hizo prácticamente imposible pasar de la zona de foodtrucks para acercarnos al Stage 3. Aun así, vamos a tratar de comentar lo que podamos de este día.
Inauguraban la noche los locales Overcrooks, con un punk rock muy divertido. Sonaba a principios de los 2000, y eso siempre nos gusta. Si me dicen que alguna canción salía en el Tony Hawk me lo hubiese creído. Un rollito salido de fusionar a Suicidal Tendencies con Millencolin.
La banda encargada de recoger el testigo de las once de la noche era Daily Thompson, aunque más bien Yearly Thompson, puesto que repetían en día y escenario respecto al pasado año. Un sonido muy Fu Manchu, con esos cencerros y esa voz tan característica de banda que articula cada canción en torno a un par de riffs. Funcionar, les funciona. Hicieron que toda persona allí agrupada moviese la cabeza y repitiese cada estribillo. La banda alemana cumplió con lo que se le pedía.
Con la noche ya cerrada llegó el turno de Nerve Agent, banda de Birmingham que en disco me recordaba a Biohazard o Terror, y que en directo se me hicieron mucho más thrashers. Me divirtieron mucho, aunque quizás la voz estaba algo alta. No sé si les hubiese beneficiado un escenario más grande para sonar con un poquito más de definición.
Por último, al menos para este señor mayor que escribe, pude disfrutar de la propuesta de Castle Rat. No estaba familiarizado con la fantasía medieval más allá de los libros, por lo que me llevé una grata sorpresa con la performance de la banda neoyorquina. Un doom a caballo (y esta vez es literal) entre un castillo y un aquelarre. No sé si fue la banda que más me gustó de la noche, pero al menos fue la que más cosas divertidas llevaba en la cabeza.
Dia 1:
El jueves, primer día oficial del festival, se presentaba como uno de los principales pilares de esta edición. Contar con Amenra y Fu Manchu en dos slots seguidos era algo complicado de gestionar emocionalmente. Por si fuera poco, la niebla quiso sumarse y cubrió Âncora, generando un clima perfecto: tapó el sol y llenó todo de misterio.
Comenzamos el día con Bøw, banda local que dio el salto del Stage 3 del pasado año a un Main en este. Era muy pronto para descargar la energía que íbamos a necesitar hasta el final de la noche, así que optamos por ver a la banda desde una posición discreta, pero con buena línea de visión. Un punk por momentos grunge y por momentos hardcore, que consiguió despertar a la gente aletargada y hacer sudar a quien ya venía con unos cuantos cafés en el cuerpo. No mentiré: alguno me tomé dentro del recinto.
Mientras, Hoover III comenzaban la sobremesa ofreciéndonos una mezcla de psych y prog. Lo poco que sabía de esta banda es que entró como sustituta de Jjuujjuu, y después me enteré de que están como support de The Black Angels. Me gustaron lo justo para ver todo el concierto, pero no fue lo que más me llenó de la tarde.
Tras la banda angelina, pudimos disfrutar de una de las formaciones que mejor cartel traían. No es que lo haya visto en ningún lado, pero por algún motivo, todas las personas con las que hablé venían con muchísimas ganas de Slomosa. Una propuesta sin salirse del marco jurídico del stoner, con pocas cosas nuevas, pero con un sonido bastante notable. Venían de sacar disco a finales del pasado año y de estar en Âncora en 2022, así que entiendo el hype. Un directo bastante sólido donde se nota la experiencia y las influencias de la fría Noruega. Se hicieron con el trofeo de antes del anochecer para el público más conservador.
Pero para mí, si alguien merece ese trofeo, es Ditz. La banda de Brighton y su estilo irreverente y macarra me dieron justo lo que necesitaba, cuando lo necesitaba. Con una actitud de llevar décadas llenando salas, la joven banda que nos sorprendió en 2022 con The Great Regression se hizo con la parte más ecléctica del recinto. Supieron agitar conciencias y vasos, derramaron fluidos y no fueron cuidadosos con nada. Un post-punk de calle, con la puntualidad británica de no llegar tarde nunca, pero tampoco temprano; una mezcla de los primeros Shame y los últimos Idles, un cóctel en The Joker y un vestido veraniego fue lo que pudimos presenciar a las puertas del ocaso.
Comenzó a caer el sol, y llegó el turno de Earthless, que —si ya nos hemos visto por ahí— sabréis que me aburren un poco. No es culpa suya, es mía. Pero os voy a contar un secreto: me fui a casa a merendar y a por una chaqueta para la noche, y cuando volví, seguían tocando la misma canción. Y esa es la magia (o el problema) de la banda de San Diego. Si te gustan en disco, te encantarán en directo, porque van a maximizar la experiencia como buenos artistas y virtuosos que son. Ahora bien, como solo hayas escuchado un par de temas, perdiste: las probabilidades de que suenen son muy bajas.
Con la chaqueta ya puesta, no quería perderme a King Woman, el proyecto que consolidó Kristina Esfandiari tras abandonar Whirr, una de las grandes potencias del shoegaze. King Woman tiene otros ingredientes, pero conserva mucho de la esencia de su vocalista. Se mueve entre un stoner oscuro y, por momentos, melancólico. La voz oscila entre la mesura del shoegaze y el scream, con muchas paradas intermedias. Las armonías son fúnebres, como si pusieses un single de Misfits a 33 rpm, y el maquillaje, muy parecido. Nos quedaba ahora la parte fuerte de la noche, y para eso debíamos estar en silencio. Como una brisa de verano junto al mar, desde Bélgica llegó el lamento prolongado de una de las bandas más grandes del post-metal.
Amenra volvió a robarnos el corazón y también el alma en una actuación de proporciones dinosauricas. Pese a no confiar del todo en el entorno y las condiciones —pues se nos hace siempre más obligatorio un ambiente íntimo con esta banda—, lograron hacerse con todo el público desde los primeros delays de guitarra limpia. Por primera vez en el día supimos lo que era que nos vibrase el pecho de verdad. Me quedo con la interesantísima incorporación de Amy Tung al bajo. Lo importante de manejar las dinámicas en estos géneros, de saber explotar y volver a tocar con mesura; unos coros espectaculares que recordaban a un teclado lanzando ambient. Una de las mejores puestas en escena que le he visto a la banda de Cortrique. Ya con las olas tapándonos los pies, el olor a salitre nos invadió como si un Big Muff estuviese calentándose poco a poco.
Era el turno de Fu Manchu. Los del Condado de Orange entraron con una prisa sobre rodamiento, quemando dos de sus mejores cartuchos en los primeros veinte minutos: “Evil Eye” y “California Crossing” nos dejaron sin aire. Los californianos llegaron presentando The Return of Tomorrow, un disco que sabe a noventas y que deja claro que los grandes siguen siendo grandes manteniendo su esencia. Temas como “Loch Ness Wrecking Machine” nos teletransportan de forma instantánea a King of the Road o The Action is Go. La ola pasó, pero pudimos surfearla. Un placer, Fu Manchu.
Y aquí no acababa la cosa: aún nos faltaba la fiesta de la noche, y teníamos claro quiénes iban a oficiarla. Los Maquina se subieron al escenario casi de un salto, pues estuvieron disfrutando del festival como público todo el jueves. Comenzó a sonar la pista de efectos y la línea de bajo infinita sobre la que se articularían los 45 minutos siguientes. Lo que consigue esta banda con guitarra, bajo y batería —y casi sin máquinas— es una absoluta barbaridad. Sonar a electrónica a base de paciencia y perseverancia es una tarea sobradamente difícil. Si tocasen una vez al día todos los años, compraría mi abono vitalicio.










































































































































