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Powerwolf en Buenos Aires: “Una ceremonia donde el metal fue religión”
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Foto de portada: Maru Debiassi

El martes 7 de mayo, el Teatro Flores se convirtió en una catedral profana para recibir, una vez más, a los alemanes Powerwolf. La banda llegó con toda su parafernalia gótica: una propuesta visual austera pero cargada de lobos, cruces, máscaras y un puñado de himnos coreables que hicieron vibrar a los asistentes. Y aunque su estilo no sea de mi agrado –por momentos repetitivo y predecible–, es imposible negar la entrega total por parte de la banda y del público.

Antes de que la misa diera inicio, dos bandas locales se encargaron de abrir el ritual. Helios fue la primera en salir, y aunque su heavy metal mostró potencia y actitud, un problema importante con el sonido opacó el conjunto. El bombo de la batería, demasiado alto, terminó por tapar los demás instrumentos y, en un momento, esa saturación se volcó a la guitarra, generando un zumbido constante en los oídos. Aun así, lograron enganchar a parte del público con temas como “Huellas en la Eternidad” y “Rebelión”.

Luego fue el turno de Azeroth, la banda por excelencia si hablamos de power metal en Argentina. Como sucede en cada presentación, los muchachos mostraron todo su profesionalismo y solidez. Algunos de los temas que sonaron en la noche otoñal fueron “La Salida” y “Más Allá del Caos”, y cerraron el set a pura energía y puños en alto. La conexión entre los músicos y los fanáticos se mantiene intacta desde hace más de veinte años.

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Justo antes de que comenzara el montaje final para los alemanes, la expectativa era palpable. Los asistentes se acomodaban por toda la pista del teatro, mientras se multiplicaban los cuerpos pintados, los rosarios colgando, chicas vestidas de monjas seductoras, y máscaras de lobos, todo en sintonía con el imaginario lírico y visual de Powerwolf. A las 21:10 se apagaron las luces y el estallido fue inmediato. Cruces luminosas, plataformas a distintos niveles y una ambientación entre iglesia destruida y set cinematográfico de horror decoraban el escenario. La misa había comenzado.

Powerwolf abrió con “Bless ’Em With the Blade”, y de ahí en adelante todo fue una sucesión de coros, saltos, juegos escénicos y devoción absoluta. “Incense & Iron” y “Army of the Night” continuaron encendiendo a la gente, mientras el tecladista Falk Schlegel se robaba la atención cada tanto, ya fuera saltando desde tarimas altas o arengando a los fans como un predicador endemoniado. En uno de los momentos más teatrales, flameó una bandera gigante con las siglas de la banda generando una ovación que retumbó en cada rincón del venue.

Attila Dorn, por su parte, se mostró como un frontman magnético y de voz impecable. Aunque no es muy dinámico físicamente, su presencia imponente, su tono operático y sus constantes interacciones con el público lo colocan como el guía perfecto de esta misa metalera. Hubo bromas, diálogos, gestos teatrales, y hasta una escena en la que simuló bailar con Falk antes de arrancar “Dancing With the Dead”, uno de los momentos más celebrados por la gente.

El repertorio recorrió buena parte de sus discos más recientes, incluyendo “Sinners of the Seven Seas”, “Amen & Attack”, “Armata Strigoi” y “Demons Are a Girl’s Best Friend”, con sus ya típicos “oh oh oh” coreados por varios minutos. Para “Stossgebet” y “Fire and Forgive” el fervor era total, y quedó claro que cada canción está pensada como parte de un ritual: cruces que se iluminan, imágenes proyectadas que cambian con cada tema, un juego de luces cuidado y una precisión milimétrica que hace que el show se parezca más a una obra de teatro que a un recital tradicional.

Temas como “We Don’t Wanna Be No Saints” o “Heretic Hunters” funcionaron como verdaderos gritos de guerra, mientras que “Alive or Undead” aportó una cuota más introspectiva. El bloque final, con “Sanctified With Dynamite”, “We Drink Your Blood” y “Werewolves of Armenia”, coronó una noche donde cada “lovezno” se sintió parte de algo más grande que un simple show de metal.

Demás está decir que me llamó la atención la buena concurrencia, sobre todo considerando la enorme oferta de shows internacionales que están llegando a Buenos Aires y la crisis económica que atraviesa el país. Sin embargo, Powerwolf convocó a cientos de fans que no sólo compraron sus entradas, sino que también invirtieron en vestuario, merchandising y maquillaje, como parte de una comunión que no se explica sólo desde lo musical, sino desde lo simbólico.

Salí del Teatro Flores sabiendo que no voy a poner a Powerwolf en mi playlist ni elegirlo como “mejor show” en nuestras listas de fin de año, pero con la certeza de haber presenciado un espectáculo pensado hasta el último detalle, bien ejecutado y recibido con esas ganas que pocas bandas logran provocar.

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Powerwolf en Buenos Aires: “Una ceremonia donde el metal fue religión”
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Foto de portada: Maru Debiassi

El martes 7 de mayo, el Teatro Flores se convirtió en una catedral profana para recibir, una vez más, a los alemanes Powerwolf. La banda llegó con toda su parafernalia gótica: una propuesta visual austera pero cargada de lobos, cruces, máscaras y un puñado de himnos coreables que hicieron vibrar a los asistentes. Y aunque su estilo no sea de mi agrado –por momentos repetitivo y predecible–, es imposible negar la entrega total por parte de la banda y del público.

Antes de que la misa diera inicio, dos bandas locales se encargaron de abrir el ritual. Helios fue la primera en salir, y aunque su heavy metal mostró potencia y actitud, un problema importante con el sonido opacó el conjunto. El bombo de la batería, demasiado alto, terminó por tapar los demás instrumentos y, en un momento, esa saturación se volcó a la guitarra, generando un zumbido constante en los oídos. Aun así, lograron enganchar a parte del público con temas como “Huellas en la Eternidad” y “Rebelión”.

Luego fue el turno de Azeroth, la banda por excelencia si hablamos de power metal en Argentina. Como sucede en cada presentación, los muchachos mostraron todo su profesionalismo y solidez. Algunos de los temas que sonaron en la noche otoñal fueron “La Salida” y “Más Allá del Caos”, y cerraron el set a pura energía y puños en alto. La conexión entre los músicos y los fanáticos se mantiene intacta desde hace más de veinte años.

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Powerwolf abrió con “Bless ’Em With the Blade”, y de ahí en adelante todo fue una sucesión de coros, saltos, juegos escénicos y devoción absoluta. “Incense & Iron” y “Army of the Night” continuaron encendiendo a la gente, mientras el tecladista Falk Schlegel se robaba la atención cada tanto, ya fuera saltando desde tarimas altas o arengando a los fans como un predicador endemoniado. En uno de los momentos más teatrales, flameó una bandera gigante con las siglas de la banda generando una ovación que retumbó en cada rincón del venue.

Attila Dorn, por su parte, se mostró como un frontman magnético y de voz impecable. Aunque no es muy dinámico físicamente, su presencia imponente, su tono operático y sus constantes interacciones con el público lo colocan como el guía perfecto de esta misa metalera. Hubo bromas, diálogos, gestos teatrales, y hasta una escena en la que simuló bailar con Falk antes de arrancar “Dancing With the Dead”, uno de los momentos más celebrados por la gente.

El repertorio recorrió buena parte de sus discos más recientes, incluyendo “Sinners of the Seven Seas”, “Amen & Attack”, “Armata Strigoi” y “Demons Are a Girl’s Best Friend”, con sus ya típicos “oh oh oh” coreados por varios minutos. Para “Stossgebet” y “Fire and Forgive” el fervor era total, y quedó claro que cada canción está pensada como parte de un ritual: cruces que se iluminan, imágenes proyectadas que cambian con cada tema, un juego de luces cuidado y una precisión milimétrica que hace que el show se parezca más a una obra de teatro que a un recital tradicional.

Temas como “We Don’t Wanna Be No Saints” o “Heretic Hunters” funcionaron como verdaderos gritos de guerra, mientras que “Alive or Undead” aportó una cuota más introspectiva. El bloque final, con “Sanctified With Dynamite”, “We Drink Your Blood” y “Werewolves of Armenia”, coronó una noche donde cada “lovezno” se sintió parte de algo más grande que un simple show de metal.

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