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La Inquisición en Madrid: “Religión y Profeta”

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Raphael Mendes en Buenos Aires: “Llevando la bandera de Maiden más allá de la General Paz”

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Mader Fest 2024: “Sacando sonrisas”

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Tras haber asistido al Festival Noiseground el 22/12, yo creía que había tenido suficiente con los conciertos para este cierre del 2024. Pero ya viendo el título de esta crónica, […]

CTM en Buenos Aires: “Nostalgia y potencia en estado puro”

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Como era casi una costumbre en los años de Almafuerte, los últimos días de diciembre había que despedir el año con su gente y a lo grande. El Tano Marciello […]

Domination en Buenos Aires: “Del under argentino para el mundo”

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Se celebró una nueva fecha con un gran cartel del under nacional. Los entrerrianos Domination, como cabeza de cartel, no estuvieron solos, fueron acompañados por sus coterráneos Foxy Vegas y […]

Jezabel en Buenos Aires: “Las legiones inmortales siguen de pie”

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Bajaba el sol en Buenos Aires y nuevamente, la convocatoria arrimaba a las cuadrillas metálicas a un nuevo concierto. Esta vez, en un carácter más íntimo, una leyenda del power […]

Ratos de Porão en Buenos Aires: “Carnicería Tropical”

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Desde que debutaran el 7 de diciembre de 1989 en la Federación Argentina de Box durante la gira de presentación de su clásico Brasil, los Ratos de Porão han tenido […]

Dream Theater en Buenos Aires: “En constante movimiento”

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La novena visita de Dream Theater a Argentina se dio en el marco de dos grandes sucesos en la banda: la conmemoración de su 40° aniversario y el regreso de […]

The White Buffalo en Buenos Aires: “La estampida de un solo hombre”

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¿Que se obtiene si se mezcla música country, a Johnny Cash con actitud más punk, un poco de melodía, nostalgia, chaleco de cuero y motos? Se obtiene a Jake Smith […]


Free City y Ezpalak en Madrid: “Destellos de adrenalina”
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El olor a cerveza y sudor se mezcla con los acordes desgarradores de la guitarra. Las luces estroboscópicas tiñen de rojo la sala, creando una atmósfera densa y opresiva. El sonido es tan intenso que vibra en mis huesos. Esta noche, en la Nazca, todos mis sentidos están a flor de piel. Con el gran angular montado me acerco todo lo que mi pudor me permite para fotografiar a los músicos. Siento su calor y me llega su aliento. El cable del micro me golpea mientras disparo tratando de coger foco en la cara. Jóvenes en estado exaltado me empujan hacia delante cantando en euskera, gritando las líneas de Ezpalak.

Con cada tema me meto más en el trance y no puedo parar de disparar como loco, fotos al cantante con sus expresiones y giros constante, fotos al guitarrista que con cada puente se lanza hacia delante y hacia tras en espasmos visualmente espectaculares. Fotos al bajista, más estático y con la cabeza hacia el techo. La batería queda lejos y detrás de la cortina de humo, imposible alcanzar las expresiones y movimientos. No me siento cómodo con lo capturado por el momento y quiero más tomas. Cambio al 35mm para buscar las expresiones de cerca,  mientras siguen escupiendo las letras y ritmos, el público corea los temas, no paro de mirar atrás, qué bello es una sala entera disfrutando.

Mis ojos se desvían constantemente entre el escenario y la multitud. El público es un mar de cabezas que se mueven al ritmo de la música, un océano de energía que me arrastra. Veo caras llenas de éxtasis, puños en el aire, cuerpos que se contorsionan al compás de la batería. Intento capturar esos momentos de conexión, esos instantes en los que la música traspasa una barrera invisible y une a todos en una sola vibración. Busco las miradas que se cruzan, las sonrisas que se contagian, las lágrimas que brotan de la emoción (nadie en realidad, son las mías). Cada rostro es una historia, cada cuerpo una danza. Y yo, con mi cámara, cronista de esta fiesta pagana.

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Respiro, recuperando el aliento en la pausa, sigo sudando, concentrado, hace calor y creo que ha llegado más gente. Free City entre bambalinas.  La expectación se palpa y algunos ya están por la cuarta birra. Las luces se apagan, la penumbra deja ver alargadas figuras entrar al escenario. Comenzando los primeros acordes, como un pistoletazo de salida, la masa se abalanza contra el escenario, comienza el viaje por las letras y ritmos. “Baptisterio romano” al ritmo dé White Stripes, risas generalizadas. Sigo disparando con el 35mm, pero están saltando sin parar, pronto vuelvo al 12mm, esto requiere mayor campo de visión. La vitalidad es generalizada, líneas coreadas, saltos, golpes, sonrisas y puños al aire. Sigue el olor a humo aplastando todo. La entrega es total por parte de la banda, por parte del público es pasión. Dejo el centro del escenario abrumado por el peso del mosh, salgo arrastrado por la masa y llego al fondo de la sala. Con el tele capturo expresiones mezclando los músicos con las sombras chinescas que forma el personal. Pienso en la preciosa estampa, la unión, la catarsis total.

Soy uno más del grupo, somos una tribu unida por la música, por la pasión, por la necesidad de expresarnos. La barrera entre el escenario y el público se disuelve, y todos nos convertimos en un solo organismo vibrante. Instantes de comunión, con letras, con riffs, con artistas, el verdadero poder de la música. Y aunque la noche llegue a su fin, la sensación de pertenencia a algo más grande que nosotros mismos perdurará, por eso vuelvo y por el engancha, soy adicto.

El concierto se desvanece como un sueño, dejando tras de mí una colección de imágenes que intentan capturar el instante. Ninguna fotografía podrá igualar la intensidad de lo vivido. Ninguna lleva el calor, la emoción, la entrega y la pasión. Con las manos en los bolsillos y la cámara al cuello salgo a la calle. La noche es fría y me devuelve a la realidad, en mi interior, la llama de la música, de “afotar”, sigue quemando.

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Free City y Ezpalak en Madrid: “Destellos de adrenalina”
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El olor a cerveza y sudor se mezcla con los acordes desgarradores de la guitarra. Las luces estroboscópicas tiñen de rojo la sala, creando una atmósfera densa y opresiva. El sonido es tan intenso que vibra en mis huesos. Esta noche, en la Nazca, todos mis sentidos están a flor de piel. Con el gran angular montado me acerco todo lo que mi pudor me permite para fotografiar a los músicos. Siento su calor y me llega su aliento. El cable del micro me golpea mientras disparo tratando de coger foco en la cara. Jóvenes en estado exaltado me empujan hacia delante cantando en euskera, gritando las líneas de Ezpalak.

Con cada tema me meto más en el trance y no puedo parar de disparar como loco, fotos al cantante con sus expresiones y giros constante, fotos al guitarrista que con cada puente se lanza hacia delante y hacia tras en espasmos visualmente espectaculares. Fotos al bajista, más estático y con la cabeza hacia el techo. La batería queda lejos y detrás de la cortina de humo, imposible alcanzar las expresiones y movimientos. No me siento cómodo con lo capturado por el momento y quiero más tomas. Cambio al 35mm para buscar las expresiones de cerca,  mientras siguen escupiendo las letras y ritmos, el público corea los temas, no paro de mirar atrás, qué bello es una sala entera disfrutando.

Mis ojos se desvían constantemente entre el escenario y la multitud. El público es un mar de cabezas que se mueven al ritmo de la música, un océano de energía que me arrastra. Veo caras llenas de éxtasis, puños en el aire, cuerpos que se contorsionan al compás de la batería. Intento capturar esos momentos de conexión, esos instantes en los que la música traspasa una barrera invisible y une a todos en una sola vibración. Busco las miradas que se cruzan, las sonrisas que se contagian, las lágrimas que brotan de la emoción (nadie en realidad, son las mías). Cada rostro es una historia, cada cuerpo una danza. Y yo, con mi cámara, cronista de esta fiesta pagana.

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