

Crónica de Manu Raviglione
Uniclub abrió sus puertas un jueves a la tarde, un horario siempre incierto, de esos que pueden jugar en contra o a favor dependiendo de la escena, el clima y las ganas colectivas. Apenas entrando, lo primero que llamó la atención fue la convocatoria: poca gente… pero la gente justa. No el público disperso que cae por caer, ni los grupos que van más a sacarse una foto que a escuchar. Los que estaban, estaban por la música. Sin distracciones, sin la típica charla sostenida arriba del show, sin turistas del metal. Los cuerpos presentes parecían haber elegido estar ahí, y eso, aunque muchos no lo admitan, modifica por completo el aire de un lugar.
Y ese aire se sentía raro, pero lindo. La baja convocatoria para presenciar el regreso de Caliban al país, lejos de jugar en contra, terminó creando un clima íntimo, sincero, casi artesanal. No hubo filas eternas para una cerveza ni empujones innecesarios para buscar un lugar decente. Se respiraba tranquilos. Se veía todo cómodo. Era como asistir a un ensayo privado, pero con la vibra de un recital real. Esa dualidad terminó siendo el mayor acierto de la noche.
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Los primeros en salir fueron los locales Fuego Interior, una banda que encaja en ese territorio clásico del metalcore/hardcore argentino: directo, frontal, con letras claras y un sonido que va a la yugular sin pedir permiso. Apenas subieron al escenario no hubo discursos ni introducciones largas; tampoco poses ni esa postura de querer “parecer más” que lo que son. Hicieron lo más honesto que puede hacer una banda en ese contexto: tocar.
El set arrancó derecho, con la seguridad de quien sabe que tiene poco tiempo y muchas ganas. La banda sonó firme, sólida, con esa voluntad de show grande aunque la sala todavía estuviera acomodándose. Había algo en la forma en que los músicos se plantaron que transmitía confianza, pero también humildad: una banda que empuja porque cree en lo que hace, no porque quiera impresionar a alguien.
Un set conciso, bien armado y sin relleno. Cada tema funcionó como una declaración clara de estilo: riff cortado, groove pesado y letras que van directo al punto. Ese tipo de hardcore-metalcore que no necesita trampas ni producción excesiva para golpear.
Para ser un jueves temprano, lograron enganchar al público con sorprendente velocidad. Los que estaban adelante empezaron a moverse desde los primeros temas. No fue un pogo masivo, pero sí un movimiento visible, sincero, de esos que nacen sin obligación. Nadie agitó un “quiero ver más movimiento”, nadie forzó una reacción; simplemente pasó. Eso siempre vale más.
Hubo momentos donde la banda logró conectar a nivel emocional, especialmente en los pasajes más melódicos o en los quiebres rítmicos. “De las cenizas” y “Abismos” se sintieron como puntos altos, no solo por lo musical sino por cómo miraban los músicos hacia el frente: esa mezcla de entrega y ansiedad linda de banda que quiere hacer las cosas bien.
Y el cierre con “Volver” fue el instante más emotivo del set. La canción, que ya tiene una vibra especial en estudio, en vivo adquirió otra dimensión: más cruda, más sentida. Dejó la sensación de una banda que crece y que se planta sin depender del tamaño de la audiencia. Una banda que, incluso ante poca gente, entrega un show que no especula. De esas que agradecen cada cuerpo presente, pero que no rebajan su intensidad por la cantidad.
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Para cuando Caliban salió a escena, el ambiente ya había cambiado. Uniclub no estaba lleno, ni cerca, pero sí estaba habitado por uese tipo de público que realmente conoce a la banda, que entiende el recorrido, que sabe lo que fueron para el metalcore europeo de los 2000 y que todavía hoy lo sostiene. Es un público que no necesita demostración de nada: están porque quieren estar.
La banda arrancó con profesionalismo impecable. No hubo fallas: sonido sólido, ejecución precisa y actitud medida, sin caer en excesos. Mostraron por qué sigue siendo relevante: porque domina su lenguaje. Metalcore moderno pero con raíces claras, breakdowns limpios, voces crudas que conviven con estribillos melódicos sin sonar forzados. Todo fluyó de manera natural.
La lista de temas recorrió distintas etapas de su discografía, lo que permitió ver ese contraste entre su costado más agresivo –bien 2000s– y su fase más moderna, con composiciones más elaboradas y un enfoque más emocional. A lo largo del show, la banda funcionó como una maquinaria calibrada: sin altibajos bruscos, sin momentos de desconexión. Y aún así, lograron guardar algunas sorpresas.
Uno de los momentos más fuertes –y probablemente el más recordado por muchos– llegó cuando, antes de arrancar un tema, el guitarrista bajó del escenario sin aviso previo. Caminó hacia adelante, miró a los que estaban cerca y, sin decirlo explícitamente, empezó a armar un wall of death en el medio del salón. No fue una orden; fue una invitación. Fue espontáneo, casi infantil en el mejor sentido: esa energía de banda que todavía se divierte, que todavía juega, que no perdió el espíritu hardcore de meterse entre la gente como si estuviera en un ensayo con amigos.
La reacción fue inmediata. En segundos el público se abrió, formó los dos lados y el estallido fue pura euforia. No el caos violento, sino el caos feliz: cuerpos chocando, risas, un desahogo colectivo. Ese gesto rompió cualquier barrera que pudiera haber quedado entre el escenario y la sala.
Más adelante, casi al final, Caliban decidió bajar un cambio. No el típico “tema lento” metido por obligación, sino un momento realmente íntimo. El cantante se acercó al borde, se sentó sobre la valla, literalmente a la altura de todos, y empezó a cantar mirando a los presentes a los ojos. Cara a cara. Sin luces dramáticas, sin pantallas, sin pose. Ese pequeño gesto transformó el cierre en un instante profundamente humano. Parecía una conversación más que una canción.
Los que estaban adelante se acercaron sin invadir, respetando el clima. Hubo manos levantadas, voces acompañando, incluso alguna lágrima suelta que nadie juzgó. La banda cerró la noche con un nivel de cercanía que pocas veces se ve en recitales de este tamaño. No por artificio, sino porque se sintió genuino. Y esa autenticidad suele ser más poderosa que cualquier despliegue técnico.
Lo que podría haber sido una fecha floja terminó siendo una noche distinta. Una noche donde la poca gente se volvió un factor positivo. Donde las bandas no especularon. Donde la música se sintió más cerca, más piel a piel. Fuego Interior demostró crecimiento y solidez, plantándose con la humildad de quienes saben que cada fecha suma. Caliban, por su parte, ofreció un show profesional pero emocional, con momentos que quedarán en la memoria de quienes lo vivieron.
A veces, la magia no está en la multitud, sino en lo que se construye con los pocos que realmente quieren estar ahí. Y este jueves en Uniclub fue exactamente eso.
Etiquetas: Caliban, Deathcore, Fuego Interior, Metalcore

Crónica de Manu Raviglione
Uniclub abrió sus puertas un jueves a la tarde, un horario siempre incierto, de esos que pueden jugar en contra o a favor dependiendo de la escena, el clima y las ganas colectivas. Apenas entrando, lo primero que llamó la atención fue la convocatoria: poca gente… pero la gente justa. No el público disperso que cae por caer, ni los grupos que van más a sacarse una foto que a escuchar. Los que estaban, estaban por la música. Sin distracciones, sin la típica charla sostenida arriba del show, sin turistas del metal. Los cuerpos presentes parecían haber elegido estar ahí, y eso, aunque muchos no lo admitan, modifica por completo el aire de un lugar.
Y ese aire se sentía raro, pero lindo. La baja convocatoria para presenciar el regreso de Caliban al país, lejos de jugar en contra, terminó creando un clima íntimo, sincero, casi artesanal. No hubo filas eternas para una cerveza ni empujones innecesarios para buscar un lugar decente. Se respiraba tranquilos. Se veía todo cómodo. Era como asistir a un ensayo privado, pero con la vibra de un recital real. Esa dualidad terminó siendo el mayor acierto de la noche.
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Los primeros en salir fueron los locales Fuego Interior, una banda que encaja en ese territorio clásico del metalcore/hardcore argentino: directo, frontal, con letras claras y un sonido que va a la yugular sin pedir permiso. Apenas subieron al escenario no hubo discursos ni introducciones largas; tampoco poses ni esa postura de querer “parecer más” que lo que son. Hicieron lo más honesto que puede hacer una banda en ese contexto: tocar.
El set arrancó derecho, con la seguridad de quien sabe que tiene poco tiempo y muchas ganas. La banda sonó firme, sólida, con esa voluntad de show grande aunque la sala todavía estuviera acomodándose. Había algo en la forma en que los músicos se plantaron que transmitía confianza, pero también humildad: una banda que empuja porque cree en lo que hace, no porque quiera impresionar a alguien.
Un set conciso, bien armado y sin relleno. Cada tema funcionó como una declaración clara de estilo: riff cortado, groove pesado y letras que van directo al punto. Ese tipo de hardcore-metalcore que no necesita trampas ni producción excesiva para golpear.
Para ser un jueves temprano, lograron enganchar al público con sorprendente velocidad. Los que estaban adelante empezaron a moverse desde los primeros temas. No fue un pogo masivo, pero sí un movimiento visible, sincero, de esos que nacen sin obligación. Nadie agitó un “quiero ver más movimiento”, nadie forzó una reacción; simplemente pasó. Eso siempre vale más.
Hubo momentos donde la banda logró conectar a nivel emocional, especialmente en los pasajes más melódicos o en los quiebres rítmicos. “De las cenizas” y “Abismos” se sintieron como puntos altos, no solo por lo musical sino por cómo miraban los músicos hacia el frente: esa mezcla de entrega y ansiedad linda de banda que quiere hacer las cosas bien.
Y el cierre con “Volver” fue el instante más emotivo del set. La canción, que ya tiene una vibra especial en estudio, en vivo adquirió otra dimensión: más cruda, más sentida. Dejó la sensación de una banda que crece y que se planta sin depender del tamaño de la audiencia. Una banda que, incluso ante poca gente, entrega un show que no especula. De esas que agradecen cada cuerpo presente, pero que no rebajan su intensidad por la cantidad.
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Para cuando Caliban salió a escena, el ambiente ya había cambiado. Uniclub no estaba lleno, ni cerca, pero sí estaba habitado por uese tipo de público que realmente conoce a la banda, que entiende el recorrido, que sabe lo que fueron para el metalcore europeo de los 2000 y que todavía hoy lo sostiene. Es un público que no necesita demostración de nada: están porque quieren estar.
La banda arrancó con profesionalismo impecable. No hubo fallas: sonido sólido, ejecución precisa y actitud medida, sin caer en excesos. Mostraron por qué sigue siendo relevante: porque domina su lenguaje. Metalcore moderno pero con raíces claras, breakdowns limpios, voces crudas que conviven con estribillos melódicos sin sonar forzados. Todo fluyó de manera natural.
La lista de temas recorrió distintas etapas de su discografía, lo que permitió ver ese contraste entre su costado más agresivo –bien 2000s– y su fase más moderna, con composiciones más elaboradas y un enfoque más emocional. A lo largo del show, la banda funcionó como una maquinaria calibrada: sin altibajos bruscos, sin momentos de desconexión. Y aún así, lograron guardar algunas sorpresas.
Uno de los momentos más fuertes –y probablemente el más recordado por muchos– llegó cuando, antes de arrancar un tema, el guitarrista bajó del escenario sin aviso previo. Caminó hacia adelante, miró a los que estaban cerca y, sin decirlo explícitamente, empezó a armar un wall of death en el medio del salón. No fue una orden; fue una invitación. Fue espontáneo, casi infantil en el mejor sentido: esa energía de banda que todavía se divierte, que todavía juega, que no perdió el espíritu hardcore de meterse entre la gente como si estuviera en un ensayo con amigos.
La reacción fue inmediata. En segundos el público se abrió, formó los dos lados y el estallido fue pura euforia. No el caos violento, sino el caos feliz: cuerpos chocando, risas, un desahogo colectivo. Ese gesto rompió cualquier barrera que pudiera haber quedado entre el escenario y la sala.
Más adelante, casi al final, Caliban decidió bajar un cambio. No el típico “tema lento” metido por obligación, sino un momento realmente íntimo. El cantante se acercó al borde, se sentó sobre la valla, literalmente a la altura de todos, y empezó a cantar mirando a los presentes a los ojos. Cara a cara. Sin luces dramáticas, sin pantallas, sin pose. Ese pequeño gesto transformó el cierre en un instante profundamente humano. Parecía una conversación más que una canción.
Los que estaban adelante se acercaron sin invadir, respetando el clima. Hubo manos levantadas, voces acompañando, incluso alguna lágrima suelta que nadie juzgó. La banda cerró la noche con un nivel de cercanía que pocas veces se ve en recitales de este tamaño. No por artificio, sino porque se sintió genuino. Y esa autenticidad suele ser más poderosa que cualquier despliegue técnico.
Lo que podría haber sido una fecha floja terminó siendo una noche distinta. Una noche donde la poca gente se volvió un factor positivo. Donde las bandas no especularon. Donde la música se sintió más cerca, más piel a piel. Fuego Interior demostró crecimiento y solidez, plantándose con la humildad de quienes saben que cada fecha suma. Caliban, por su parte, ofreció un show profesional pero emocional, con momentos que quedarán en la memoria de quienes lo vivieron.
A veces, la magia no está en la multitud, sino en lo que se construye con los pocos que realmente quieren estar ahí. Y este jueves en Uniclub fue exactamente eso.
Etiquetas: Caliban, Deathcore, Fuego Interior, Metalcore




